Recuerdos bonitos que deja la lluvia

La noche llegó hace rato y el pavimento de la calle brilla como si fuera un espejo gracias a la lluvia que cayó y que se ha convertido en fina llovizna, de las que no mojan, pero empapan. Hay frío, o mejor dicho para un yucateco, hay heladez.
Ver llover es de las cosas más comunes, y quizá por eso nunca apreciamos lo maravillosa que es la lluvia. Mientras un habitante de la ciudad dice que hay mal tiempo, las personas del campo agradecen cuando llueve y hablan de “la bendita lluvia”, que trae el agua que tanto se necesita.
Hace medio siglo, cuando llovía en mi pueblo se formaban muchos charcos porque no había calles pavimentadas. Los chiquitos nos inmunizábamos a fuerzas contra enfermedades jugando en esos charcos. Nos metíamos al agua color chocolate y hasta podíamos lanzarnos de panza sobre el lodo sin preocuparnos por que eso nos enfermara.
Pero jugar en los charcos no era lo mejor que nos dejaba la lluvia. Lo más padre es que en la noche nos deleitábamos con la sinfonía de sapos y ranas que abundaban, en una evidencia de que, ahora lo sé, los ecosistemas estaban muy saludables. ¡Lec, lec, lec, lec! cantaba uno de los batracios; ¡croac, croac, croac! le respondía otro, y uno más se aventaba un largo ¡uuuooooooooo! Oyendo ese coro animal se quedaba uno dormido, bien tapadito con un cobertor.
Hay varios pasajes de mi vida que estuvieron marcados por la lluvia. Por ejemplo, recuerdo la vez que, niño yo de unos 10 años, regresaba del campo con un tercio de leña en la espalda y empezó a llover; para no mojarme me introduje en un cuarto de una vieja hacienda donde se sentía el fuerte calor que despedía la leña que se quemaba dentro de una caldera que alimentaba de vapor una vieja máquina raspadora de henequén. Estaba yo mojado y de repente estuve cerca de ese fuerte calor, lo que dio como resultado que me salieron unas ronchas en la piel que según dijo el médico rural que me atendió era escarlatina. Sepa Dios si eso era, pero lo importante es que no me morí y las ronchas no me dejaron secuela alguna.
Otra vez la lluvia me dejó atrapado en el estacionamiento cercano a la empresa donde trabajaba. Entonces me puse a escuchar el ruido que hacía el agua al caer sobre las láminas metálicas del lugar, y a observar los riachuelos que se formaban. En ellos veía flotar medias burbujas como si fueran barquitos, mientras que las gotas gruesas que caían hacían saltar el agua turbia del suelo formando efímeros cuerpos que parecían soldaditos. No sé si estaba yo enamorado o quedando loco, pero ese espectáculo diminuto me dejó asombrado, tanto que al llegar a la redacción escribir un artículo del que todavía recuerdo el título, que era “Queremos a la lluvia”.
Me gustaría construir en el terreno que tengo en mi pueblo natal, Dzilam González, una casita que tuviera adosada a un costado un alero donde pudiera colocar una silla y sentarme a ver, escuchar y oler la lluvia. Es bonito ver llover y no mojarse, dicen, pero yo creo que es mucho más que eso, porque si llueve habrá vida, y si vivimos es porque Dios todavía nos quiere.
Por cierto, ¿habrá lluvia en el más allá? Debe haber, no creo que quienes estén ahí quieran perderse la maravilla que es ver llover, aunque uno se moje.

 

Por Gínder Peraza

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