Unos días en Madrid

 

Hace una semana escribí de mi primera (agria) experiencia en Sevilla, la ciudad donde pasaré los siguientes tantos meses. Por ahora, lo que dije sigue en pie. Un solo incidente discriminatorio es solo eso: uno solo ahogado entre tantas experiencias agradables.

Por urgencia supongo, escribí al respecto a las pocas horas de que sucedió. Dejé en segundo plano los 3 días que pasé en Madrid, de los cuales planeaba escribir para aquella columna y he dejado para ésta. A falta de películas que ver en cartelera (debido al precio de los cines europeos y la irracional fijación española por doblar todo a la lengua de Cervantes), éste al parecer se ha de convertir temporalmente en un espacio de viajes.

Bien. Salí de Cancún el 29 de enero, por la noche. Llegué a Madrid el 30 a mediodía. La mayor complicación del vuelo fue descifrar cómo poner la película del avión (La La Land, de Damien Chazelle) en su nativo inglés –quería aguantar un tantito más sin tener que escuchar doblajes ibéricos.

Unas horas después de horrorizarme por el costo de un Cabify y de batallar con el metro madrileño, ya me encontraba acostado en mi hostal. Admito haber esperado que Europa se sienta diferente, como una tierra inexplorada, una jungla de cemento con un aire indescifrable. No fue tan mítico como esperaba. Creo que no sé lo que esperaba.

Tampoco esperaba qué hacer. Planeaba hacer “algo” en Madrid. La razón para no tomar de inmediato un tren a Sevilla fue eso mismo, turistear un rato por la capital. Entre tantos trámites, procrastiné planear algo que hacer. No hice mi tarea, no investigué la ciudad en la que me hospedaría. Así que solo salí a la calle, a ver que encontraba.

Toda mi visita se limitó al centro de la ciudad. Ese metropolitano e histórico aire que impregnó mi visita. Lo más sorpresivo fue la prioridad del peatón sobre el coche. El espacio urbano y los señalamientos son tan amplios y bien delimitados, que es inmediatamente evidente quien no le tiene miedo a la muerte cuando no los respeta. En segundo lugar los edificios históricos, en su mayoría del Siglo de Oro español (o así me informaron), así como el popurrí de estilos arquitectónicos que bordea la Gran Vía.

A pesar de que no tenía recepción ni datos, me encontré continuamente viendo mi celular, buscando una notificación que no iba a llegar. Nadie más en la calle llevaba su celular fuera, a menos que lo llevase pegado al oído. Supongo que extraerlo de mi bolsillo delataba mi ingenuidad de provincia (¿o de colonia?). Por percatarme de esto, usé mi cámara menos de lo que me hubiese gustado.

Todo mi día siguiente fue consumido por una larga visita al Museo del Prado. En un primer momento me entristeció que las fotografías están prohibidas. Había una cantidad enorme de perros retratados en las paredes y quería capturar tantos como pueda. Al rato lo agradecí, cuando dieron por ahí de las 3 de la tarde y comenzaron a llover estampidas de estudiantes en excursión, ruidosos e imposibles de domar por sus profesores. Nada más satisfactorio que ver a un guardia regañando a una bola de generación-zetas por intentar tomarse snapchats frente a La Maja Desnuda.

Me perdí varias veces durante las dos tardes que salí a pasear. Supongo que ese era el chiste. Perderme y ver que encontraba. “Explorar la ciudad”. No encontré mucho más (ni mucho menos) que la ciudad misma.

Al tercer día, en la madrugada, me dirigí a la estación de trenes, comí una hamburguesa (aquí a la Big Mac le dicen “la Big Mac”, así que no hay chance para rutinas tarantinescas) y me despedí de Madrid.

 

Por Gerardo Novelo*
gerardonovelog@gmail.com

* Estudiante de Comunicación. Pasa demasiado tiempo pensando en cocos y golondrinas.

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