A derretir todo el oro

Por Manuel Alejandro Escoffié

Siempre me ocurre. Cada año prometo no volver a caer en la trampa y cada año hago lo mismo. Sería más fácil que Donald Trump renunciará voluntariamente a la presidencia de Estados Unidos a que yo lograse mantener cerrada mi boca respecto a los Oscares. Es como la muerte o la eyaculación precoz: no hay nada que pueda hacer para evitarlo. La “buena” noticia es que en esta ocasión haré algo diferente. En lugar de someterlos a una larga, extenuante y auto-indulgente disertación sobre por qué detesto tanto la ceremonia, voy a someterlos a una larga, extenuante y auto-indulgente disertación sobre por qué considero que debería desaparecer. O por lo menos dejar de transmitirse.

No es ninguna coincidencia que en meses previos a la entrega del pasado 24 de febrero nos haya tocado atestiguar la insistencia de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas en dispararse a sí misma en el pie con desesperadas y patéticas decisiones (Entre ellas, la felizmente abortada iniciativa de una categoría “popular” paralela a la de “Mejor Película”). La razón es muy simple: el teatrito se les está cayendo a pedazos. Si el mejor truco del diablo fue convencer al mundo de su inexistencia, la más grande hazaña de esta obsoleta institución, a casi cien años de ser establecida por un judío rico como pretexto para evitar que los actores, los escritores y los directores del estudio que poseía se sindicalizaran, consiste no sólo en haber consolidado una estructura de secuestro del discurso público en relación con supuestos estándares formales para determinar la excelencia técnica y narrativa de una película; sino también en haberlo hecho de tal forma que a nadie se le hubiese cruzado por la cabeza el poder (y deber) cuestionar tal estructura. El problema no es que se rasguen vestiduras por el Oscar de “The Green Book” a la “Mejor Película” del 2018. El verdadero problema es que nadie hace preguntas vitales que a estas alturas ya debería haber planteado cualquiera que esté dispuesto a tomar al cine lo suficientemente en serio y más allá de las banalidades que atraen a tanta gente hacía él por razones incorrectas. “¿Es realmente la Mejor Película de 2018? ¿Por qué habría de serlo? ¿Quién lo decidió? ¿Y por qué habría yo de estar de acuerdo con ello?” He ahí la verdadera y poderosa razón por la cual la Academia y su estatuilla constituyen para un servidor lo mismo que el arte contemporáneo para Avelina Lesper: normalizan la intelectualmente ponzoñosa noción de que nuestra capacidad para poder adquirir un criterio con el cual decidir por nosotros mismos si una película merece o no ser considerada “la mejor” debe permanecer supeditada a la de celebridades sobre-pagadas a quienes les importamos un robusto kilómetro de ya imaginarán qué; pese a que nuestras entradas y el rating de nuestros televisores pagan su cocaína y sus mansiones.

“Pero Manuel, al fin y al cabo, es entretenimiento” También lo era el circo romano. “A muchos nos sirven como referencia cuando no sabemos qué ir a ver al cine”. Pues quizás sea hora de aprender a saberlo, ¿no creen? “¿Y qué me dices de otras premiaciones? Cannes, Berlín, Venecia… ¿O esas sí tienen tu bendición?” Pues iré todavía más lejos: que desaparezcan también. Que se vayan todas y cada una. ¿Qué perderíamos? ¿Tan dependientes nos hemos vuelto de las elecciones hechas por comité para convencernos de lo que vale la pena? ¿Tan pobre es la opinión de nuestra opinión?

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