Aprender y enseñar

Por Sergio Aguilar

Quien esto escribe se dedica , con mucho gusto y siéndole un gran honor, a la docencia. Específicamente a la docencia universitaria, pero lo que aquí quisiera expresar creo que aplica para la docencia en cualquier nivel.

En unos días iniciará un nuevo semestre escolar en un plantel universitario donde estaré impartiendo unas clases. Por diversas razones y medios, se me ha hecho saber que algunos de los alumnos que tendré conocen mi trabajo de gestión cultural y que tienen ciertas expectativas (altas) de mi clase.

Esto, no lo niego, infla algo el ego. Me da mucho orgullo saber que el trabajo que he realizado como gestor tiene un impacto positivo en alguna parte de la comunidad, y sobre todo, que es visto con admiración y como algo a imitar.

Por otro lado, tampoco lo puedo negar, mete un poco de miedo. Miedo de no cumplir las expectativas, de no transmitir mi experiencia a los estudiantes o no poder traducir los conocimientos que sea que tenga en algo que encuentren provechoso en su vida académica.

Estas dos sensaciones, de orgullo y de inseguridad, no encuentran un justo mediador en la modestia. En varias ocasiones en este espacio he desechado la idea de que podemos “hallar un balance”. Por el contrario, me he comprometido con una postura radical en muchos aspectos de la vida, pues creo que ésa es la única postura ética que promete una mejoría. Ser “equilibrados” es también ser bastante radicales, en muchas ocasiones, con la indiferencia y la desidia.

Ese “ser equilibrado” o “neutral” encuentra tristes extensiones en el discurso médico, donde ya no existen pacientes, sino “clientes” (y sus perversas extrapolaciones en la psiquiatría o la psicología). Lo mismo sucede con los abogados, contadores y, con mayor decepción, los docentes.

Pretender no ver alumnos sino “clientes”, como en un lapsus linguae le escuché decir a un profesor (y que por mi formación y posturas sé que un lapsus linguae dice tanta verdad como un discurso sin tropiezos), es negar la relación de transferencia que inevitablemente existe en un salón de clases.

No podemos ver, quienes nos dedicamos a la docencia, que sólo “impartimos las clases y fuera del salón somos nosotros” (como también escuché en una ocasión). Cuando yo era estudiante, los profesores nunca eran sólo eso, sino que eran acompañantes en un proceso transformador académica, ética, intelectual y afectivamente, uno que venía sin importar si se impartían matemáticas o filosofía.

Los estudiantes no son clientes. Son sujetos cuya presencia puede ser transformadora para nosotros como docentes también. En todas las clases que he dado, creo que soy el que más ha aprendido, pues me han enseñado más los estudiantes que cualquier “capacitador docente”.

Hay que aceptar que para empezar a enseñar, debemos entender que nunca dejaremos de aprender. Es sólo mientras abrace la condición de ser estudiante hasta el final, que tendré algo que aportar en el camino. En el momento en que crea que ya aprendí todo, en ese momento no podré enseñar nada.

 

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