Columna | Carta a un hijo varado en Francia

Por Jhonny Eyder Euán 

No vuelvas, hijo. Sé que la desesperación te consume y que no duermes ni tienes ganas de comer, pero créeme, no vuelvas. Si hubieses visto las cosas vergonzosas que han ocurrido desde que comenzó la cuarentena, tampoco tendrías deseos de regresar.

Tu madre y yo te extrañamos, ha sido muy duro saber que estás lejos. Todavía tengo en la mente el día que te fuiste. Dudabas del viaje, y yo te insistí porque quería que te divirtieras por unos días. Pero qué terrible lo que ha pasado. Jamás me imaginé que un día después de que tu avión despegase, se desataría un caos en el mundo.

Una vez que se encendieron los micrófonos, el director de la Organización Mundial de la Salud informó de la pandemia. Sus palabras tuvieron consecuencia de inmediato. Los gobiernos de todos los países iniciaron cuarentenas obligatorias; cerraron escuelas, cancelaron vuelos, eventos masivos.

Angustiados quisimos comunicarnos contigo, pero no contestabas el teléfono. Tu madre no dejó de insistir en toda la noche hasta que escuchó tu voz. Sentí que se me iban las fuerzas cuando nos dijiste que el gobierno francés impidió las salidas al extranjero. Te quedaste varado en otro país, al igual que millones de mexicanos más.

Lloramos tanto porque, a medida que pasaban los días, la enfermedad arrasaba con Europa y se expandía más y más. Saberte sano pese al encierro en un hotel nos tranquilizó un poco, pero después ya no eras sólo tú nuestra preocupación.

En el pueblo, el alcalde prohibió que la gente salga a las calles, pues se habían reportado casos de contagios en localidades cercanas. Fue así como el temor a enfermarse comenzó a dejar estúpida a la gente.

Hace unos días, tuve que salir a comprar alimentos y vi algo que me dejó helado. Una ambulancia se detuvo en la casa de la esquina, bajaron personas vestidas como astronautas y entraron a la vivienda. Los vecinos que—como yo—veían la escena entraron en pánico cuando los paramédicos salieron transportando a una mujer en camilla.

Enseguida corrió el rumor de que aquella persona estaba enferma del virus. Fue una lluvia de chismes. Se dijo que la mujer murió horas después; que se sabía enferma pero aun así anduvo por las calles y contagió a más personas.

Ni siquiera estaba confirmado que tenía la enfermedad y la gente ya la quería quemar viva. Decían pestes de ella y querían sacar a sus familiares del pueblo, pues los consideraban una plaga a eliminar. Fueron tan injustos con esa mujer, como si ella tuviera la culpa de enfermarse.

Días después, el alcalde avisó que la paciente regresaría a su casa. Dijo que los exámenes salieron negativos y que con reposo se recuperaría de una leve infección. Sin embargo, la gente mostró la mierda que llevan en la cabeza y cumplieron sus amenazas. Impulsados por el pavor a enfermarse, fueron a quemar la casa de aquella mujer.

Me es imposible conciliar el sueño desde entonces. Estoy asqueado de vivir entre tanta gente ignorante. Es por eso que no quiero que vuelvas, hijo. La enfermedad no ha cesado y no quiero ni imaginar lo que podrían hacerle a alguien que viene de Europa, donde el virus se respira en cada rincón. ¡No vuelvas, por favor!

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