Columna | El único desdichado

Por Jhonny Eyder Euán

Antes era salir del trabajo y caminar a prisa por la hora. Solían ser más de las diez de la noche cuando tenía que ir hasta el paradero y esperar. No era el único desafortunado de una jornada laboral vespertina, pues al menos ocho personas más tenían que esperar. Esperar es lo que queda cuando no tienes otro medio para volver a tu casa que el transporte público.

Antes el autobús podía ser puntual y llegar a las 10:15 para emprender el viaje hasta tu colonia y así poder llegar a casa, cenar y dormir. Otras noches, el transporte era desgraciado y se retrasaba hasta una hora ante el sufrimiento y hartazgo de ciudadanos como yo.

No bastaba con salir tarde del trabajo, debías enfrentar ese lapso de espera desquiciante en la esquina para poder regresar a tu casa. Ahora, las cosas no han cambiado mucho. Diría que empeoraron para nosotros los destinados a pagar para que nos lleven/acerquen a nuestros hogares.

Estos días la situación es preocupante porque el transporte escasea más que antes; tienes que correr hasta el paradero y eso no te asegura un lugar. Hace meses, podías quedarte sembrado por una o dos horas, pero sabías que tarde o temprano, verías llegar el penúltimo o último transporte. Quizás llegarías hasta la medianoche a tu casa, pero era seguro. Ahora molesta decir que no es así.

El tiempo está medido. Si el autobús de las diez te deja, no hay vuelta atrás. Ya no habrá otro porque así se decidió desde hace varias semanas. Si no alcanzas el transporte, quedarás a merced de unas calles que, a partir de las 10:30, son tomadas por la autoridad.

Hoy no lo logré. Decisiones de última hora de mis superiores me hicieron salir a las 10:10 de la empresa. Apenas pisé la calle comencé a correr. Cinco cuadras son poco para el auto del jefe, pero son mucho para mis pies de adulto mayor.

Apenas corrí dos cuadras enteras, y a la tercera comencé a trotar hasta que un fuerte dolor de peroné me dejó tambaleante. Pese al malestar seguí caminando como pude, pero mi suerte ya estaba escrita y no llegué.

Fui el único desdichado al que no le tuvieron consideración. Traté de ser fuerte y confiar en que otro transporte llegaría, necesitaba creer en algo en esos momentos de angustia.

Mi llanto caía como reproche y era cuestión de tiempo para que la policía me encontrase caminando sin esperanzas ni ganas de vivir. Yo qué culpa tengo de no tener un auto propio ni saber manejar, qué culpa tengo de tener que trabajar tan lejos de mi casa. Qué culpa tengo.

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