Columna | Ginsberg en la selva

Por Jhonny Eyder Euán

Homero Ginsberg era temeroso y amaba quedarse acostado sin hacer nada más que dormir. Esa tendencia miedosa la noté la primera vez que nos vimos, y se hizo más intensa cuando subimos al autobús para ir a casa. Varias personas nos miraban, más a él porque —supongo —era un “niño lindo”.

Mi madre le dio una cálida bienvenida que le hizo olvidar las náuseas de su largo viaje. Homero se sintió perdido las primeras horas, y era normal, todo le era desconocido, incluso yo que no dejaba de mirarle los ojos negros.

Homero no tardó mucho en acostumbrarse a la vida en casa. Conforme se hizo mayor, fue perdiendo el miedo a salir; se levantaba temprano y acompañaba en el desayuno a mis padres. Solía andar por el patio sin alejarse y contemplaba el entorno: las aves, los reflejos del sol sobre el suelo y los sonidos de una casa ubicada lejos del bullicio urbano.

Con el paso del tiempo se volvió más inquieto, aunque siempre volvía a su cama para reposar y esperar que alguien conocido volviese, en especial mi madre, a quien de inmediato le agarró cariño.

A veces intercambiamos miradas y muchas veces pensé que me entendía. Nuestra relación siempre fue así, de ojos que se encuentran a distancia. Me espiaba como yo a él, sobre todo las tardes de domingo que por muchos años fueron un portento de aburrimiento para ambos.

Cuando menos me di cuenta, Homero ya había perdido el miedo al mundo. Corría por doquier y disfrutaba refugiarse en la parte de atrás del patio, donde nada impedía el crecimiento de las hierbas bajo la sombra de árboles. Homero pasaba horas allí, durmiendo y admirando el cielo. Se volvió el hábitat al que nunca me tomé el tiempo suficiente para ir.

Los vínculos entre los animales y los seres humanos pueden ser tan complejos como aquellos que nos unen a la gente, escribió Guadalupe Nettel en un libro de cuentos. Son palabras que leí hace poco y que me hicieron recordar con nostalgia a Ginsberg.

Ese perro negro con patas y rostro café fue la primera mascota que tuve. Yo lo llevé a mi casa, le puse nombre y vi por su salud; le compré medicinas, vacunas, correas. Lo vi amar a la naturaleza como muy pocos humanos.

Homero Ginsberg fue el tipo que murió muy joven y al que le gustaba observar a sus seres queridos, siempre a distancia, entre las hierbas de su agradable selva.

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