Crónica de un villancico (no tan) fracasado (Parte 1)

Por Esteban Sanjuán

A más de uno le habrá sacado canas verdes aquel bendito concurso de villancicos del Seminario Conciliar que se celebraba por estas fechas.

A mí, en aquel entonces integrante del coro Amigos en Cristo, —el cual amé con toda mi ñoñez y con toda mi pasión— me sacó más de una.

Lo que viene a continuación se escucha mal, pero luego de incontables desveladas y rabietas, se hace difícil mantener el espíritu navideño y no mascullar mentadas de madre cuando, implacable, llega la derrota.

Sí, da igual si aporreaste las cuerdas de la guitarra con todo el corazón, y si cantaste, según tú, como los mismísimos ángeles. Al final, un jurado sabio e inexpugnable, en todo su derecho y razón, te pone en tu lugar y te confirma que efectivamente aporreas las cuerdas de la guitarra al tocar, y que te confundes gachísimo si piensas que tu voz de kau es la de un querubín.

Personalmente, nunca me enojó perder contra talentos tan grandes. Es evidente, por ejemplo, que los coros de Peto tienen un nivel de Champions League, mientras nosotros jugábamos en la liga del llano.

Lo que a mí sí me dolía es que la mayoría de los integrantes del jurado se hacían patos cuando se les pedía, por caridad, una opinión en corto aunque fuera chiquitita. Ojo, no estaban obligados. En ningún lugar de la convocatoria se ofrecía algo semejante y lo reconozco sin reservas.

Sin embargo, después de meses de ensayar por conseguir una rolita medio digna en honor al Salvador, hay que ser duros de corazón, o de plano muy egoístas, para no brindar una crítica honesta y breve que cuestione con claridad lo que no se hizo bien, y que a la vez, confirme lo que todo mundo sabe: que si sigue trabajando, en el futuro, no todo saldrá tan mal.

Lo digo porque, la segunda vez que participamos, esperaba al menos eso de <<doña gran música, soy prima de las corcheas y Hendel me la pela>>, a quien me atreví a acercarme luego de guardar todas las chunches de la batería (¿Cómo por qué llevamos una batería completa?) Creo haber sido respetuoso. Quizá no era el momento, pero dolido en el fondo, me atreví a decirle:

— Disculpe, soy del coro Amigos en Cristo. ¿Qué nos falló?

— Eso— señaló con el rostro la batería que acaba de meter al coche. Se escuchaba mucho—afirmó.

— Ok, ¿y algo más?

Y sonrió mientras negaba con la cabeza.

A todas éstas, no tengo idea sobre si esto le pueda interesar a alguien. Para variar, me amparo en las enseñanzas de Federico Campbell, quien explica que la columna puede ofrecer textos más cálidos y personales, aunque ya no sé si estoy abusando.

En cambio, sí tengo claro porque lo escribo. Es culpa de un libro de Etgar Keret que me regalaron en mi cumpleaños, en el que explica que la escritura ayuda, sin duda, a liberarse decepciones.

Si las tristezas se acumulan en el corazón, como si fuesen monedas en una alcancía —explica este fantástico autor israelí— juntar letras las hace desaparecer. Si nos agitan, no hay monedas que suenen.

Y aquí ando, de mago desapareciendo centavotes, pero qué le digo. Viene Navidad. No se me da la gana seguir tintineando por dentro.

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