Cuando los retornos valen la pena el riesgo

Por Manuel Alejandro Escoffié

Quisiera empezar dejando algo perfectamente claro. Jamás pedí ni esperé con ansías una secuela de “Mary Poppins” (1964). No la necesitaba antes y ni siquiera la necesito ahora. De hecho, todas las copias existentes de “El Regreso de Mary Poppins” (2018) podrían desaparecer mañana de la faz de la tierra sin quitarme sueño en lo absoluto. Como muchos de ustedes, entré a verla con una mente abierta y al mismo tiempo temblando como un hipocondríaco con delirio de persecución. Y, tal y como espero de corazón que también les haya pasado, salí de ella profundamente agradecido. Casi tanto como con “Blade Runner 2049” (2017). Y la razón para nada tiene que ver con que ambas secuelas sean mejores, iguales o con el mismo potencial para convertirse en clásicos indiscutibles. En verdad que no es el caso. Más bien, agradezco mucho que hayan sido producidas debido a que, cada una a su manera, deja entrever cuanta suerte tiene de existir siquiera en lo más mínimo.

Producir secuelas constituye un acto de hubris además de avaricia. Más frecuentemente de lo que se admite, los creadores o los advenedizos a su alrededor con signos de dólar por ojos corren con desesperación a generar primeros, segundos, terceros o ad infinitum número de clones a partir del producto originario. No sólo para capitalizarlo a morir, sino también como una forma de, paradójica y subconscientemente, manifestar su escasa fe en el mismo. Como si una sola película creativa y económicamente satisfactoria no bastara. Como si nada de lo logrado por un hijo único fuese tan impresionante como aquello de lo que sería capaz un ejército de hermanos. En ese sentido, además de “mejorar” o “expandir” a la obra fuente (junto con otros eufemismos), se busca subestimarla.

Las dos excepciones que insisto en enfatizar merecen ser vistas como tales en la medida en que son “secuelas humildes”. Continuaciones que, lejos de minimizar el legado de sus antecesoras o de no tomarlo suficientemente en serio, demuestran a través de sus decisiones creativas su conciencia de lo comparativamente irrelevantes que son en realidad; concentrando esfuerzos en celebrar dicho legado en lugar de pretender equivocadamente “superarlo”. Lo anterior desde luego que no exime su responsabilidad de evitar la mediocridad o de pasar a la historia como meras copias al carbón sin personalidad ni auto-estima. Simplemente da evidencia de las razonables cantidades de miedo y de respeto con que asumieron el desafío de calzar los zapatos de sus correspondientes gigantes. Y de cómo ambas cosas los empoderaron para destruir los zapatos y fabricar otros con sus restos.

No pararé de quejarme cada vez que Hollywood insista en reparar lo que no está roto. Pero mientras de vez en cuando se encuentre en el humilde humor de querer recordarnos por qué ciertas cosas aún funcionan y funcionan muy bien, tampoco pararé de decir: “Gracias y un poco más, por favor”.

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.