Del afecto y la memoria

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Uno y otra, el afecto y la memoria, van siempre juntos en el reconocimiento de aquellos a quienes amamos o por los que sentimos “algo” que estuvo o sigue estando presente. En este entendido no se puede sentir nada por nadie a quien no se conozca. Cientos de miles mueren o padecen a diario por los que no lloramos. Podemos lamentar el dolor o la desgracia ajena en el mundo, pero no sentirla. No como sentiríamos la muerte de un hijo o la desgracia de un amigo presente.

Se tiene afecto por aquello que se conoce, que se sabe y se siente. Pero no por lo que no está en la memoria de nuestros sentimientos. Hablo del aprecio significativo por aquello que en lo particular nos afecta o nos conmueve.

Los recuerdos de nuestra memoria nos permiten amar o despreciar, tener afecto o simplemente no sentir nada. Un hijo que nunca conoció a su padre, que no está en su afecto porque no está en su memoria, será difícil que veinte o treinta años después, si lo encuentra, siquiera lo reconozca.

La memoria, sabemos, puede ser operativa, de corto o largo plazo. En este sentido, se ama lo que se recuerda, pero también lo que acaba de conocerse. “Perdóname por lo que nunca hice por ti”, le dice un padre a un hijo. ¡Eso ya no importa!, le responde el hijo, ¡puedes hacerlo ahora!

Donde no hay memoria no existen vínculos, ni de largo ni de corto plazo. Nuestro cerebro necesita registrar evidencias de afecto en su memoria para sentir algo por alguien. A Romeo le bastaron cinco minutos para enamorarse de Julieta. Sus ojos fueron el vehículo y el vínculo entre su memoria y sus sensaciones. Luego vino el deseo físico que los llevó al matrimonio. Tanto Romeo como Julieta recordaban su primer encuentro cuando fueron obligados a no verse.

Contrariamente, Josefina, la amante de Napoleón, no tenía ningún afecto por Napoleón a quien poco o nunca veía. Por ello siempre evadía su relación. Estoy seguro que la memoria de Josefina (sus recuerdos) en su vínculo con el emperador, no era suficiente ni buena. Carecía del afecto, es decir, del sentimiento necesario para amarlo.

El mal de Alzheimer suele acabar lentamente con la memoria de un cerebro (operativa, corta o de largo plazo), como si una fuerza siniestra usara un borrador para ir borrando cada recuerdo, cada rostro y cada nombre hasta hacer del cerebro una página en blanco, donde nada de lo antes conocido, personas, cosas, lugares, acciones o la identidad misma, se recuerdan.

Cuando la memoria de nuestro cerebro es buena y suficiente, el amor suele serlo también, la amistad suele serlo también, el espacio donde se habita o el tiempo mismo donde se vive o se ha vivido, suelen serlo también.

Afecto y memoria nos permiten recordar buenos tiempos, buenas personas y acontecimientos que en el largo plazo siguen ahí, para recordarnos lo que fuimos, lo que hemos hecho y lo que alguna vez sentimos y en nuestro cerebro sigue tan presente. “Recordar es volver a vivir”, dice el dicho popular.

Y llenos de afecto seguimos viviendo en un tiempo presente que nos permite recordar, evocar y valorar lo que quizá físicamente ya no está, pero sigue latente en nuestra mente. Y si es el afecto, el amor y el buen recuerdo, y no una dependencia hostil, patológica y grosera de un pasado miserable y desgraciado, la memoria nos permitirá ese gozo de mantenimiento y plenitud.

¿Por qué olvidar algo bueno? ¿Y por qué ese afán enfermizo de seguir recordando algo que nos hizo tanto daño? Donde no hubo afecto, la memoria nunca será sana. Donde lo hubo, toda memoria reconstruirá para nosotros en el presente otra vez aquellos momentos gratos de gozo.

Los que perdonan pero nunca olvidan (que realmente parece un mero cliché), han sido infelices y lo seguirán siendo recordando aquello que hace mucho debieron olvidar. Quizá hoy yacen paralizados por la ira y el odio nunca olvidados, o algún tumor maligno que hoy amenaza sus vidas se alojó en sus cuerpos.

Hay así almas infelices por la carencia de afecto. Y otras llenas de gozo, plenas de memoria.

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