Días de pena

La matanza de Tlatelolco es un hecho muy particular en el imaginario colectivo mexicano porque demuestra que, con el paso del tiempo, se le da la razón a un grupo que en su momento es visto como “radical” o “alborotador”. Estamos bastante polarizados en varios asuntos, particularmente los actuales, pero es muy difícil encontrar que alguien niegue que el 68 fue un crimen de Estado atroz, planificado y que contó no sólo con la participación, sino con la casi total responsabilidad del ejército.

Este crimen es representativo de la torcida espina sobre la que se construyó el México “moderno”, el de aquellos años de bonanza sesentera que venían con un duro precio a pagar: el salvajismo del grupo en el poder y el ejército que le acompañaba.

Cincuenta años después, nos enfrentamos al escepticismo sobre si se abrirá o no una verdadera investigación del tema. Tener una comisión sobre la verdad del caso Ayotzinapa supone por sí sola un arma peligrosa en un sexenio que no parece iniciar con el pie derecho su relación con el ejército. Por la evidencia que públicamente se tiene, es claro que el ejército obró, por lo menos de omisión en varias dimensiones de aquella fatídica noche del 26 septiembre de 2014. Pero el caso de Tlatelolco es diferente, porque la evidencia apunta a que el ejército fue el ejecutor totalmente responsable del asesinato, desaparición forzada y tortura de cientos de personas.

Es con esta mirada torcida con la que vemos que, de Díaz Ordaz a Peña Nieto, este país sólo ha conocido días de zozobra que no se permiten sanar a plenitud. Pero hay modos en los que el proceso puede iniciar: las comisiones de la verdad pueden, y deben, establecer indicadores de reparación del daño. La remoción de placas que rememoran la inauguración de un lugar por Díaz Ordaz debe de continuar con la remoción de su nombre de parques y colonias. Esta misma semana, un grupo de abogados recibió noticia de que su amparo promovido fue aceptado y se discutirá por el Poder Judicial si la SEP está obligada a incluir en los programas educativos de educación básica los temas de la guerra sucia que acosó a la oposición en el país por buena parte del siglo pasado.
Olvidar es un lujo que permite los disparos a nuestra dignidad y la de quienes vinieron antes de nosotros y construyeron los espacios de libertad que hay. De nosotros depende fortalecerlos y crear más. Es una deuda histórica con el pasado, es darle sentido a nuestro presente y asegurar nuestro futuro, uno donde no se repita el 68.

Por ello, debemos robar ese discurso del poder autoritario, cruel, déspota y agachado a intereses extranjeros que suponía Díaz Ordaz (y quienes le siguieron). Les invito a darle la razón cuando dice que “hemos sido tolerantes hasta excesos criticables, pero todo tiene un límite”. Si ni él, ni Peña Nieto superaron ese límite de nuestra paciencia, tal vez ya estamos condenados a vivir eternamente en el 2 de octubre de 1968.

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