Dos semanas en una universidad europea

Después de un tumultuoso proceso de trámites y unos cuantos atrasos, por fin he podido asistir por lo menos a una clase de cada una de las seis asignaturas a las que me inscribí para este semestre de intercambio. La diferencia entre lo que he experimentado hasta ahora y lo que conozco en México es enorme.

Debería ir sin mencionar, pero aclaro: ésta una experiencia individual, en una sola universidad de tantas, en tan sólo seis clases. No es un estudio con aspiraciones de objetividad, sino es un recuento subjetivo de las primeras impresiones que me llevo en mi primeras semanas estudiando en Europa. Tal vez traiga puestos lentes de color de rosa.

Lo primero, lo más evidente, es que lo que estoy estudiando ni siquiera se le llama semestre. Es un cuatrimestre. Pero no es un cuatrimestre como estoy acostumbrado a la definición de la palabra, dura la misma extensión de tiempo a la que yo llamo semestre. La cosa es que no se hacen a los tontos: saben que entre vacaciones y exámenes se pierden casi dos meses de clases y nombran sus periodos acorde.

La primera clase a la que acudí fue por pura vanidad. La estoy llevando por gusto, pues no tendrá valor para revalidar en mi plan de estudios una vez que regrese a México. A unos minutos de que empiece, se hizo obvia la diferencia en el ambiente y los alumnos. Cuando una compañera hizo un comentario con particular verborrea, nadie lo encontró sorpresivo, ni sintió fuera de lo común su uso de palabras tetrasílabas. En mi experiencia en casa, el tan solo no cantinflear es “digno” de reconocimiento.

Para la sexta clase, me di cuenta de algo: todos mis profesores están perfectamente capacitados tanto en la materia en sí como en la enseñanza. No hay nadie impartiendo asignaturas que no conoce, ni eruditos sin carisma que no saben dar clase, ni desinteresados dando esfuerzo a medias. Entiendo que seis materias está lejísimos de ser una muestra representativa, pero no creo nunca haber tenido tantos maestros aptos y entusiastas al mismo tiempo.

Un buen maestro es un buen maestro donde sea. He tenido la suerte de encontrarme con increíbles profesores a lo largo de mi vida. A los mejores no pongo su genio ni un peldaño debajo de los que actualmente tengo, pero hay algo diferente en la forma en la que se presenta la clase que permite a esa genialidad relinchar.

Tal vez es el respeto que emana de alumnos (todas las laptops en frente mío toman notas, ninguna pierde tiempo en redes sociales). Tal vez es el que los profesores se permitan dar cátedra y no tengan que hacerla de niñeros con dinámicas para mantener la atención de un grupo de jóvenes que preferirían estar en cualquier otro lado. Tal vez es que no sienten la necesidad de limitar su clase para avanzar al ritmo del más lento.

Mis clases han sido mucho más monólogo de lo que estoy acostumbrado, pero no me molesta en absoluto. Es cátedra pura y densa. Si alguien tiene un aporte valioso, lo hace. Si no, el maestro no se molesta en pescar una contribución de su alumnado. Y cuando alguien dice algo, lo hace con el intelecto y la elocuencia que me esperaría de un estudiante universitario (pero que rara vez veo en casa).

Muchos de los que hacemos un intercambio vamos a turistear, a pasarla de fiesta o a experimentar un simulacro de independencia unos cuantos miles de kilómetros lejos de los padres. Tal vez, tan solo tal vez, cuando regresemos podríamos traer de vuelta un poco de la actitud hacia al aprendizaje que hay aquí.

 

Por Gerardo Novelo*
gerardonovelog@gmail.com

* Estudiante de Comunicación. Pasa demasiado tiempo pensando en cocos y golondrinas.

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