El arte de conversar

Por Mario Barghomz

Uno de los aspectos que más distinguen al ser humano de otro tipo de mamíferos y el resto de los seres vivos es su facultad de hablar, su capacidad para comprender y desarrollar un lenguaje que, además, puede ser tan diverso como la gran variedad de razas y culturas en el planeta.

El lenguaje es sin duda lo que más lo distingue y capacita para hacerse entender. Y éste es también no sólo su lengua nativa o adquirida, sino su herramienta en la manera propia y natural de comunicarse.

A través del lenguaje adquiere su mejor oportunidad para transmitir emociones y pensamientos, ideas y sensaciones para decir y decidir aquello que desea o prefiere, aquello que rechaza o que quiere.

El lenguaje nos permite establecer puentes en nuestra relación con los demás, lazos de amistad o de amor que sin el buen uso de la palabra serían imposibles.

Pero cuando dos o más se juntan para hablar no es suficiente que puedan hacerlo, que hablen la misma lengua o el mismo idioma, que pertenezcan al mismo pueblo, familia o comunidad, ni siquiera que sean de la misma sangre o persigan los mismos fines. El arte de conversar no radica sustancialmente en la mera facultad de hablar, en el mero hecho de dominar una lengua, sino en aquella otra facultad menos inherente de permitir que el otro se exprese, de dejarlo expresar lo que tiene que decir, de escucharlo, y no para rebatirlo o juzgarlo usando como defensa nuestro derecho a la réplica, sino para comprenderlo.

En el arte de conversar el poder hablar es sólo una herramienta, una oportunidad frente al otro o los demás que debe aprovecharse más en el sentido de ponderar lo que se dice en relación a lo que se escucha, que en el firme y a veces inútil propósito de ganar hablando. Porque la razón o las razones personales que a veces se abanderan, son meras excusas para no escuchar. “Si proteges la razón –dice Epicteto-, aunque no sea la tuya, ella te protegerá”.

En el arte de conversar lo que menos importa es la razón de alguien, el empeño de uno o de algunos de salirse con la suya. En el arte de conversar lo que más vale es lo que se escucha, lo que se atiende y se comprende del otro o de los demás. “El que mucho habla, mucho yerra; el que es sabio refrena su lengua” (Proverbios 10-19).

En el arte lo visceral sólo tiene sentido si esto tiene un noble propósito, si el artista en su tarea es también capaz de escuchar lo que hay en la belleza y el fondo de su obra. Pero si sólo es desplante, frustración y enojo, la misma ira le arrebatará la obra.

El arte de la conversación es como el de una partitura musical donde no toda la página es música, sino donde las pausas dan lugar a los énfasis, a los momentos pianos, a los in crescendo o los silencios que son tan vitales en la estructura artística de una composición. La cadencia, el ritmo, la melodía y el estilo definen con propiedad lo que escuchamos, y nos complace si está bien hecho y bien ejecutado.

En este sentido; tanto el buen arte como el buen artista no tratan de complacer a nadie, sino de ejecutar una obra bien hecha, de aprovechar su asombro y derrochar el instinto de su virtud como Beethoven que escribió la novena sinfonía estando ya sordo, Van Gogh que escuchaba su locura para luego plasmarla en sus pinturas, o Miguel Ángel que mantuvo un cortejo de dos años con el mármol (que lo esperaba ya antes de que él naciera) de donde surgiría el David, su obra maestra. Cada uno conversó a su manera con su obra.

En el arte de conversar se necesita más paciencia que prisa, más oídos que boca, menos razón y más entendimiento, más empatía y comprensión del otro que motivos para vencerlo. “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón, produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo que abunda en el corazón habla la boca” (Lucas 6.45).

Sócrates en su mayéutica sabía que escuchando a su interlocutor era la mejor manera de hacer que éste entendiera, que aprendiera y supiera por sí mismo lo que preguntaba, aquello que necesitaba comprender. Hacer que el otro hablara mientras él escuchaba, argumentando que no sabía nada; era su filosofía. Y es, hasta hoy, lo que más identifica al gran maestro ateniense. Su arte de conversar diciendo: “Yo sólo sé que nada sé”.

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