El doble filo de la navaja de Ockham

Por María de la Lama 

La navaja de Ockham es un principio filosófico según el cual “en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable”. Suelo mantenerme firme detrás de este principio, atribuido al fraile franciscano y filósofo escolástico Guillermo de Ockham (1280-1349). Me gusta mucho; por simple (¡argumento circular!) porque ha sido frecuentemente confirmada en mi experiencia, y por el argumento que lo sostiene. Al proponer una hipótesis suponemos la verdad de una cierta cantidad de proposiciones/hechos, cada uno de los cuales tiene una probabilidad independiente de ser verdadera. Para calcular la probabilidad de que la hipótesis en conjunto sea verdadera, debemos multiplicar las probabilidades de cada uno de sus supuestos. Por lo tanto, en igualdad de condiciones, la hipótesis con menos supuestos (la más simple) es la que más probablemente es correcta.

En muchos ámbitos he confirmado la sensatez de la navaja de Ockham: el sentido común, simple y seco, tiene más mérito del que le dan muchos académicos, adictos dependientes a la complejidad. Pero en otros ámbitos mi amor por Ockham y su navaja chocan mi idea de un mundo que cada día se me aparece más complejo. En muchos temas he descubierto que la mejor explicación no es la que parece obvia, y que muchas explicaciones simples son profundamente ingenuas. No hay buenos y malos, la sociedad no tiene un diseño, no hay una teoría del todo, la educación no es la cura de todos los males y el comunismo no es la solución a la pobreza. Muchas veces es flojera, y no cálculos probabilísticos, lo que nos lleva a preferir explicaciones más simples. ¿Cómo pensar entonces a Ockham? ¿Tiene razón, o no? ¿Será que no, y me equivoco cuando confío en el sentido común? ¿O será que sí, y me equivoco cuando veo complejidad en todos lados?

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