El efecto Joker

Por: Manuel Alejandro Escoffié Duarte

En 1774, el escritor y científico alemán Johann Wolfgang Von Goethe publicó una novela titulada “Las penas del joven Werther”. Su homónimo personaje principal es un artista de temperamento sensible y apasionado que se enamora de una mujer comprometida con otro hombre. Atormentado por sus sentimientos no correspondidos, Werther procede a terminar con su propia vida. El éxito de la novela dio lugar a uno de los primeros casos registrados de una obra de arte con la reputación de influir en el comportamiento de quienes la consumían.

Se cuenta que muchos hombres jóvenes no solo fueron vistos usando las ropas del personaje, sino también participando en suicidios similares al del texto. Más adelante, a mediados del Siglo XX, un estudio sociológico se llevó a cabo para medir la correlación entre los encabezados periodísticos sobre suicidios y el incremento estadístico de éstos. Tal correlación terminó siendo bautizada, de manera bastante apta, como “Efecto Werther”.

Desde hace más de un mes, no me sorprende para nada oír a muchos afirmar que “Joker” (2019) de Todd Phillips es, para efectos y propósitos, una suerte de nuevo “Werther”. O mejor dicho: no me sorprende oírlos desear que así lo fuera.

¿Cómo culparlos? Desde el anuncio de su realización, se les prometió un producto prácticamente tan “peligroso” como el de Goethe. Un filme tan tóxico que amenazaba con ser el único estimulo necesario para que varones blancos, socialmente marginados y sexualmente reprimidos pintasen de rojo al mundo. Una película imposible de ver en una sala de cine sin un combo de policías, guardaespaldas y equipo SWAT junto al de nachos y palomitas. Una destinada no tanto a la posteridad como a la infamia; a recordarse como una irresponsabilidad social cuyos creadores tendrían las manos teñidas de sangre inocente. Para el beneficio de sus vendedores y la reivindicación de sus detractores, “Joker” tenía que ser esa película. Ser eso justamente o nada.

Pero lo que me sorprende todavía menos es el hecho de que, pese al evidente fracaso de la película en existir a la altura de semejante expectativa (a menos que se considere amenaza para la población civil tener a turistas bailando en escaleras de barrios del Bronx), nadie parezca estar decepcionado. Porque, en ese sentido, “Joker” es la película perfecta para el 2019. Y por ello me refiero a que es la película que una cultura cinematográfica como la que predomina en 2019 merece. Una cultura que, al no contar con las herramientas críticas para reconocer una verdadera y legitima “obra maldita”, demuestra ser propensa a comprar felizmente la ilusión de una. Una cultura en la que, al igual que el mismo Diablo, si un personaje como Werther jamás hubiese visto la luz del día por cortesía de la pluma de Goethe para convertirse en el chivo expiatorio de una histeria masiva en torno al suicidio juvenil, muchos de los mejores publicistas habrían dado su brazo izquierdo para inventarlo.

Estoy hablando de lo que quien esto escribe ha optado por llamar “Efecto Joker”. Susodicho efecto se ve materializado en “agendas de controversia”; temas falazmente candentes de discusión insertados de manera artificial en el discurso público, mismos que hasta hace poco tiempo parecían haber ya desaparecido justa y sanamente debido a su pobreza de contundencia y argumento. Sin embargo, tal parece que la maquinaria mercadológica escondida detrás del éxito de la película ha contribuido a traerlos de vuelta con renovado (y deprimente) vigor, sin escatimar la más mínima artimaña para vender a “Joker” como su depositario y encarnación indiscutible.

Una de ellas consiste en el presunto vínculo entre las representaciones de violencia en medios de ficción y la experiencia directa de la violencia en sí misma. No es ningún secreto, siendo de hecho (sobre) enfatizado en cualquier material de prensa disponible, que el tratamiento elegido en esta ocasión para ilustrar el origen del icónico villano de DC Comics, bajo admisión del propio Phillips, toma prestados elementos tanto a nivel estético como a nivel narrativo de dos clásicos dirigidos por Martin Scorsese; entre ellos, “Taxi Driver” (1976).

La cultura cinematográfica que ahora tenemos, con el departamento publicitario de Warner Brothers susurrándole en un oído y el ruido hueco de las redes sociales susurrándole en otro, difícilmente se molestaría en mantener viva la conversación alrededor de este homenaje más allá del epidérmico contexto de lo que su éxito en taquilla pudiera significar para el reconocimiento artístico del cine sobre personajes de comics y/o superhéroes.

La cultura cinematográfica que podríamos (y deberíamos) tener, en cambio, contaría con suficientes referencias para entender que, a gran diferencia de “Joker”, si “Taxi Driver” mostrase su póster en carteleras de hoy, existirían legítimas razones para temerle a una posible incitación de violencia.

Señalaría a quienes rezan porque Phillips no haya creado un llamado formal a las armas pensando en el hombre blanco resentido e involuntariamente célibe, que fue “Taxi Driver” la película en la cual John Hinckley Jr. reconoció en 1981 su inspiración para cometer un atentado contra el entonces presidente Ronald Reagan; en un intento desesperado por satisfacer su obsesión romántica con la joven estrella del filme, Jodie Foster.

Les recordaría que, desde sus primeros minutos de tal película, el racismo del protagonista es establecido sin tapujos; de tal manera que, al ser testigos de cómo le dispara por la espalda a un afroamericano que asalta una tienda, lo más “políticamente incorrecto” no resulta ser el acto en sí, sino la insidiosa ambigüedad respecto a si lo hizo para detener el crimen o aprovechando la “oportunidad” de cobrar la vida de una persona de color.

Asimismo, se atrevería a cuestionar qué tanto del despliegue de elementos de seguridad en cines de Estados Unidos para prevenir posibles tiroteos, así como el desentierro mediático de la masacre de 2012 en Colorado y el resurgimiento del ampliamente difundido, pero erróneo detalle de que el perpetuador se inspiró en el “Payaso Príncipe del Crimen”, obedeció a una honesta cuestión de seguridad pública o a una hábil campaña de pánico financiada por el estudio Warner para convencer hasta al último escéptico de estar a punto de lanzar la más explosiva “papa caliente” de relaciones públicas que había tenido en sus manos desde “Asesinos por naturaleza” (Natural Born Killers, 1994) y “Naranja mecánica” (A Clockwork Orange, 1971). Y para colmo, esta cultura cinematográfica ideal conocería los dos títulos anteriores bastante como para saber que, ante su documentado pasado de acusaciones de aliento a crímenes por imitación, comparativamente hablando, “Joker” no tiene en realidad nada que hacer.

Al igual que muchos, soy reacio a responsabilizar a las artes por los usos e interpretaciones que cada individuo elabore a partir de sus contenidos. Mucho menos cuando estas imputaciones responden a obvias agendas por parte de los poderes, buscando hacer de ellas chivos expiatorios que desvíen la atención de sus fracasos en el ataque a la verdadera raíz de los males sociales.

Pero si vamos a vivir en un mundo donde la producción de tales chivos expiatorios sea la norma, sugiero entonces un mínimo de esfuerzo para intentar desarrollar el conocimiento, la sagacidad, la sofisticación y la perspectiva histórica que nos permitan entender a quiénes de ellos vale la pena llevar al matadero. No le cedamos al “Efecto Joker” el derecho de crear a los “cocos” imaginarios a los cuales culpar de nuestra basura. Si vamos a ser hipócritas, al menos demostremos que merecemos algo mejor.

 

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