El Rey “Real”

Por Manuel Alejandro Escoffié Duarte

Al igual que muchos de ustedes, fui a ver “El Rey León”. No, no ese “Rey León”. No me refiero al clásico animado de 1994 que en su momento supuso el apogeo del periodo “Renacentista” en la historia del departamento de animación de Walt Disney. Me refiero, desde luego, a su reciente, insulso e innecesario remake en formato “live action”; uno más en una larga línea de otros insulsos e innecesarios remakes que nadie pidió y cuya existencia en pocos años difícilmente alguien será lo bastante capaz (u ocioso) de recordar. Por las líneas anteriores, asumo que ya habrán deducido la opinión que me merece. Por tal motivo, me abstendré de reiterarla.

De igual forma, me rehúso a entrar en el ya gastado debate respecto a qué tanto merece ser considerada como “Live Action” (acción en vivo) una película donde todo lo que hay en ella es al 100% producto de la tecnología digital. Sin embargo, es precisamente la tecnología de la película lo que parece dominar el discurso público en torno a la misma. De hecho, sus apologistas se desesperan por ensalzarla como su más distintiva fortaleza. “Se ve más real que la original; por lo tanto, es mejor” parece ser el mantra que se repiten a sí mismos mientras cierran los ojos y se tapan los oídos como un adolescente reacio a oír sermones de sus padres. Por ello, aprovecho la oportunidad para comenzar a zanjar el camino hacía una poco invocada pero vital reflexión: ¿Es algo “real” lo que buscamos cuando vamos al cine?

Y con eso no pretendo ponerme a bailar retóricamente alrededor de términos como “verosimilitud”, “credibilidad” o incluso el de la “realidad” propiamente dicha. A lo que me refiero es más bien esto: ¿Hemos llegado ya formalmente al punto en el que la mera aproximación o recreación de lo que diariamente experimentamos con los cinco sentidos fuera de la ficción cinematográfica, mediante las herramientas distintivas de la misma, ya no nos parezca suficiente? ¿Hemos desarrollado, por querer sugerir ejemplos, un umbral de sensibilidad tan bajo en relación a la violencia explícita que, no conformes con el simple acto de ver litros industriales de sangre ser derramados en la pantalla, sea requisito inevitable el tener que física y literalmente echarnos encima una cubeta de lo mismo para obtener la más mínima reacción genuina de placer, shock o disgusto? ¿Será éste, al menos en parte, el motivo por el cual, pese a permanecer relegados al status de las novedades frívolas que justamente son, el 3D, el 4D y el 4K se resisten a desaparecer por completo como el más insidioso virus? ¿En verdad hemos aceptado e internalizado la idea de que técnica necesariamente equivale a estética? ¿Será posible que el concepto de “suspensión de incredulidad” todavía signifique algo?

Por supuesto que son preguntas apuntando a síntomas más que a raíces o soluciones. Y, por tanto, insuficientes. De modo que quedaré a deber el hacerles justicia en futuras publicaciones. Les dejo, sin embargo, con una analogía. Si la experiencia cinematográfica fuera el acto de magia en una fiesta infantil, con el cineasta en el papel de ilusionista y nosotros como el niño a entretener en cuestión, y en donde el éxito del truco dependiese de que el niño tuviera una imaginación lo bastante activa como para permitirse el ser engañado, no tendríamos derecho a reclamarle al mago por marcharse con frustración de la fiesta. ¿Para qué molestarse en regalarnos magia, si ya no creemos en ella?

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