Por María de la Lama
David Hume despertó a Kant de su “sueño dogmático” mostrándole el problema de la causalidad: cuando le pego a una bola de billar y veo esa bola a su vez pegarle a otra, que también se mueve; ¿Veo las relaciones causa-consecuencia? ¿Veo lo que une mi movimiento con el movimiento de la segunda bola? Hume explica que no; veo eventos sin conexión necesaria, pero no veo, ni puedo ver, la relación lógica de necesidad que implica el concepto de causalidad. Es decir, la necesidad no existe como algo sensible en el mundo.
Piensa en la verdad científica en la que más confías, como que el sol va a salir mañana, o que si brincas, regresas al suelo. ¿En dónde ves la necesidad, la causalidad? ¿En dónde está la evidencia de que de verdad, necesariamente, pasará esto? ¿En que ha pasado siempre antes? ¿y la relación entre “ha pasado siempre” y “pasará mañana”? ¿en dónde está la conexión necesaria entre el pasado y el presente?
El problema de la causalidad es más evidente cuando hay más variables involucradas: Repruebas un examen. ¿Fue porque no estudiaste suficiente tiempo? ¿Porque te desvelaste la noche anterior? ¿Porque le caes mal al maestro? O porque reprobar era parte de algún plan de Dios… Reconocer cuál es la causa de un evento es difícil por la misma razón por la que creer que todos los días va a salir el sol es una fe: no podemos ver las relaciones causa y efecto. Pero confiamos en que detrás de todo lo que percibimos existe tal relación; por eso cuando solo hay a una explicación causal a la mano, no dudamos en creer en ella.
Sin embargo, la causalidad del científico es la fe. Una fe similar a la del que cree que Dios levanta el sol en el horizonte todos los días. No exactamente igual, mucho más parecida a la fe religiosa de lo que el ateo cientificista suele reconocer.
Mi punto no es que todo sea igual; que todos los caminos hacia las creencias den lo mismo. Mi punto es que la diferencia, como siempre, es más sutil.
