El triste episodio del águila mutilada

Por Carmen Garay.

La palabra encontrada hoy, existe y afortunadamente se usa poco, o se usaba poco. En una conversación ajena –como casi todo lo que se observa en Facebook– conocí el drama de quienes se desamigaron de otros porque declararon abiertamente haber votado por “ya sabemos todos quién”. En redes sociales habrá quien busque ese verbo, se asombre como yo, y sea una simple anécdota, pero en la vida real, en las oficinas gubernamentales, desamigarse por razones políticoelectorales tiene otras implicaciones.

Entonces recordé la experiencia terrible de haber estado en la Administración Pública Federal cuando México vivió la histórica primera alternancia en la presidencia. Yo ya estaba ahí, antes de que llegara el grupo que “mochó” el escudo nacional por pura onda. Largos meses pasaron antes de saber las razones claras y precisas –que no legales y debidas– para que el gobierno del cambio mostrara en toda la papelería oficial, el escudo con un águila que se desvanecía por una ondulación que, al final supimos, pretendía significar el potencial autotransformador de los sistemas sociales (como las dependencias gubernamentales), según explica Peter Senge, en “La Quinta Disciplina”. El pequeño detalle es que no todos habían leído a Senge.

Mucha tinta se gastó criticando o defendiendo tal decisión gubernamental, pero muy poca se ocupó para explicarlo, y cuando se hizo, fue a destiempo: los empleados de base (los que ya estaban ahí), no se subieron de primera mano al gobierno del cambio, sino que –yo lo viví, no me lo contaron–, fueron un freno importante para trabajar al menos con el ritmo y la disposición que ya conocían.

Sería imperdonable generalizar, pero fueron muchos los trabajadores que, en su limitado coto de poder, ocultaron información clave o escamotearon sus talentos y experiencia para mantener a flote un barco enorme que ya no dirigía el mismo capitán, que no tenía la misma tripulación y que realmente no sabían para dónde iría. Muchos se bajaron o, peor aún, fueron bajados antes de zarpar.

Resulta, pues, que los dos primeros años del gobierno de Vicente Fox, ¡un tercio de su sexenio!, la comunicación institucional fue desdeñada por privilegiar sólo la comunicación social y la existencia de voceros. Mención aparte merecerán los headhunters que utilizó Fox para integrar su gabinete oficial, cuando el principal talento estaba y sigue estando en el personal de estructura (bien por Senge) con rotación adecuada para incorporar jóvenes graduados y no cegarse con el afán de currículums con demasiadas referencias en inglés.

Por cierto, el gabinete ampliado tuvo la inaudita idea de echar mano de numerosas oficinas adjuntas que engrosaron organigramas, y casi elevaron costos y mermaron operatividad. La transición que comienza ahora, si no se acompaña de una adecuada estrategia de comunicación institucional, será un fracaso seguro. Y eso va más allá de colores y niveles de gobierno.

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