Entre el cuerpo y el alma (I)

Por Mario Barghomz

Con qué facilidad (y con qué facultad) a través de la historia humana, hemos lastimado al cuerpo sometiéndolo a la tragedia y el dolor de la tortura, la guerra, la esclavitud, el hambre y la indigencia. Tanto en la antigüedad de tiempos aun no tan primitivos, ya iniciada nuestra civilización con las primeras culturas, cinco mil años antes de Cristo, como con la aparición del comunismo y el del holocausto en pleno siglo XX; fue el cuerpo de los hombres la principal víctima del poder, el odio, el rencor, la amargura, el resentimiento, la avaricia y la venganza.

Todo instrumento de tortura (fosas, celdas, cruces, picas, potros, altares, piedras, hogueras, paredones, cadalsos, guillotinas, etc.) fue creado por la perversidad del hombre para castigarse a sí mismo (para castigar al otro, al contrario, al enemigo, al rebelde, al hereje, al desviado, al blasfemo…), para herirse y asesinarse.

Tanto el castigo como el autocastigo humano siempre recurrieron al cuerpo para lastimar o corregir lo impuro, lo hostil, lo sucio, lo insano o contrario a lo que determina siempre quién castiga.

¿Pero por qué castigar al cuerpo y no al alma? ¿Por qué al cuerpo y no al espíritu o a la mente?

Quizá porque el cuerpo mismo en su naturaleza humana reacciona en lo inmediato al dolor percibido, a la pena sufrida de sentirse o verse lastimado. No así el alma que en su abstracción y siendo sólo una substancia no material sino en espíritu, no queda expuesta a lo que pudiera comprobarse o verse.

Aunque castigar recurrentemente al cuerpo y no al alma, nunca será suficiente, porque el cuerpo como tal y de acuerdo al diseño perfecto de Dios, si no está muerto, es recuperable. Heridas y cicatrices en el cuerpo de un alma fuerte y noble, serán luego con el tiempo, vanos recuerdos.

Platón dice en su filosofía que todo cuerpo es la investidura de nuestras almas, que toda alma en su esencia (y como substancia) yace depositada en el cuerpo hasta que ésta, después de su muerte, lo abandone. El cuerpo ya era desde entonces, por sus pasiones y sus vicios, una especie de prisión para el alma.

Materia y forma (hilemorfismo) -dice Aristóteles; y como tales, una y separadas. Para el gran maestro de Alejandro el Magno, cuando muere el cuerpo, muere el alma; no hay trashumancia ni reencarnación como le había enseñado su maestro. Martín Heidegger retomará luego, ya en el siglo XX y desde su existencialismo, el juicio de Aristóteles: con la muerte acaba todo; alma y cuerpo.

Para los creyentes, afortunadamente, los padres de la iglesia, tanto san Agustín como santo Tomás de Aquino, siguieron un juicio contrario, san Agustín sobre todo, que bajo un juicio neoplatónico expondrá sus razones para asegurarnos la existencia de un alma eterna, iluminada y protegida por lo divino. Kierkegaard también seguirá este juicio: la muerte no es el fin del alma –dice, sino Dios.

Hoy, en nuestros días, tanto la neurociencia como la filosofía nos enseñan que alma y cuerpo son uno, como Dios los creó desde el principio: sentidos, emociones, mente y sentimientos en armonía.

Hoy sabemos que lo que al cuerpo le duele, le duele al alma; que lo que el cuerpo siente es lo mismo que registran sus sentidos y sus emociones. Que lo que el cuerpo sabe, también lo sabe el alma.

La memoria del cuerpo es una memoria del alma –dice Alice Miller (El cuerpo nunca miente; TusQuets. España, 2005). El cuerpo como tal siente, percibe, disfruta o se agobia; que goce o le duela la vida depende de su circunstancia en su relación cuerpo-alma en el entorno donde se haya desarrollado o en el que, creciéndose al castigo, haya sobrevivido. Alma y cuerpo sufren juntos, se enferman juntos y no aparte. En este sentido la medicina y la ciencia entienden que cuando algo malo pasa en la mente de su paciente, las células de su cuerpo se enferman, y que cuando su alma está contenta, sus células sanan.

Como ejemplo bastaría ver los nuevos hallazgos científicos sobre los telómeros de nuestros cromosomas, que se encargan de determinar el límite de nuestra vida (alma-cuerpo) en nuestro ADN.

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