Genealogía del morbo

“Ángela”, una estudiante española de Imagen (una licenciatura semejante a la carrera de comunicación), lleva a cabo una tesis sobre violencia audiovisual y requiere acceder a material snuff, es decir, videos reales (sí, verdaderos, sin trucos ni actores) con un irracional contenido violento: desde un hombre amarrado a una silla que recibe un tiro de gracia hasta una mujer que suplica clemencia mientras le son amputados los pezones.

La chica recurre a su asesor de tesis, el profesor “Figueroa”, para solicitarle que sea él personalmente quien solicite dicho material a la biblioteca de la universidad puesto que ella no puede acceder al mismo. “Figueroa” acepta a regañadientes.

A la mañana siguiente, “Ángela” busca al maestro, a quien encuentra muerto de un infarto en una sala de proyecciones audiovisuales de la universidad, pero antes de irse, aterrada, toma de la casetera el video que “Figueroa” veía y que resulta ser el solicitado por la propia estudiante.

Así inicia “Tesis”, filme de Alejandro Amenábar que explora, a través de una historia enigmática y detectivesca, la necesidad a la que responden esos materiales. La lógica de un mercado que, aunque usted no lo crea, exige sangre, su frimiento y violencia.

Está de más recomendarla, no obstante, al menos para mí, fue inevitable recordarla ayer, mientras leía la enorme cantidad de peticiones para dejar de compartir el video de la masacre del Colegio Americano del Noreste, en la ciudad de Monterrey, Nuevo León.

¿De dónde nace ese irrefrenable deseo por mirar el horror de primera mano? ¿Por qué queremos acercarnos a ver al atropellado que la gente ha rodeado en la calle? ¿Qué nos lleva a bajar la velocidad y voltear hacia el accidente en la avenida? Acaso es la curiosidad por lo no visto, el querer apropiarse de una experiencia mortal o de dolor sin atravesarla en carne propia.

Sí, un sentir muy humano. Hipócrita no sería decir que puede ser algo normal en nosotros, pero es entonces cuando la inteligencia y la voluntad por lo bueno debiera refrenarnos. Deberíamos no elegirlo porque no sospechamos las consecuencias que la acción conlleva. Consumir materiales explícitos también es otra forma de normalizar el horror.

Por otra parte, sobre el caso en sí, puede agregarse poco sin especular.

Por ello, en primera instancia, parece urgente retomar el análisis sobre lo que nuestros hijos ven y reforzar la comunicación en casa no para prohibir, sino para reflexionar.

En un mundo donde los horarios, las responsabilidades y el trabajo han roto la dinámica de la familia, la soledad de los hijos no puede seguir llenándose con televisión y redes sociales sin supervisar. Sólo el diálogo evitará más tragedias.

Netflix y Facebook no pueden seguir siendo las nanas de la posmodernidad.

Cabo suelto: la libertad de expresión, como cualquier derecho, tiene límites. La autoridad debe intervenir en casos de grupos como “Hail Legion Holk”.

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