La caída del rey de plata

Por Didier Ucán

Pocos estaban preparados para ver al rey caer; se había enfrentado en un sin número de cruentas batallas en las que salió victorioso y otras tantas en las que obtuvo derrotas.

El medio era así, caótico, cruel, plagado de sangre, sudor y máscaras. Desde su entrada al reino del pancracio el oráculo le destinó un lugar en la historia. No era para menos, la dinastía se había forjado un nombre. Su padre se había enfrentado a habilidosos guerreros. Monstruos de mil máscaras, engendros de dos caras o príncipes mayas. La gloria se había encontrado tras compartir el escenario de mil batallas con figuras míticas como las de un enmascarado de plata.

Por un tiempo su alma fue apoderada por un tigre negro que fue amaestrado por la huesuda, luego regreso a su estatus del rey de plata. Junto a un vaquero conquistó almas en Japón y saltó a la fama de la arena. Su nombre de gladiador hizo eco en el mundo.

Regreso a su tierra con un estatus de guerrero formidable. Allí dedicó su tiempo a probarse ante jóvenes promesas y a seguir en enfrentamientos contra otros combatientes igual de fuertes y experimentados que él.

Su último suspiro fue dándolo todo en batalla, toda la sangre, sudor, lágrimas e historias contadas terminaron vertidas en el lienzo de 6×6. Todo se había fusionado en un funesto pero poético desenlace.

La corona de plata cayó al suelo y su contrincante le mostró pleitesía; al rey de plata le alcanzó la vida para contar historias. Sus vivencias se convirtieron en hitos y los hitos en leyenda.

El rey de plata se fue como se van los grandes guerreros: en medio de la arena, durante una batalla, entre el clamor de la gente y la honorabilidad de un duelo que terminó cuando su corazón dejó de latir.

Su cuerpo yació inerte en la lona pero su espíritu trascendió.

 

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