La conciencia bioética

Por Mario Barghomz

Sin pertenecerle la paternidad del término bioética que ya antes había utilizado Fritz Jahr en Alemania (1927), atribuyéndole un valor relacional en su artículo: “Bio-ética: una panorámica sobre la relación del hombre con los animales y las plantas”, fue el norteamericano Van R. Potter, oncólogo y doctor en bioquímica, quien por primera vez (1970) bautizó el término como “la ciencia de la supervivencia”.

Podemos decir sin menoscabo del mérito del teólogo y filósofo Fritz Jahr, que el Dr. Van R. Potter es como un segundo padre para la bioética, ya que fue él quien la determinó como “un puente entre la ciencia y las humanidades” al ver la necesidad de su inclusión en los conflictos y tareas profesionales de los servicios médicos y las instancias sanitarias encargadas de asistir a la comunidad de manera pública o privada.

Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de bioética? Hablamos de vida (Bios), de comportamiento (Ethos) y de actitud moral. En el entendido de que la Bioética nació de la necesidad de un pensamiento (conciencia) que considerara, desde lo humano, nuestro deber. El deber de lo humano personal (Ente-sujeto) con el resto de la humanidad. En este sentido, la conciencia bioética comienza en el Ser que siente, que piensa, que actúa y que se relaciona en libertad, voluntad, responsabilidad y deber con la vida.

Teniendo la bioética una raíz estrictamente filosófica, emanada de la filosofía de Immanuel Kant, la primera edición de la Enciclopedia de Bioética (1978) la define como: “el estudio sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias de la vida y de la salud, examinadas a la luz de los valores y de los principios morales”. Y es precisamente esta última parte del enunciado de su definición donde cabe el término “conciencia”, para determinar su quehacer dentro de los principios morales y los valores humanos implícitos en nuestra vida.

Conciencia quiere decir también inteligencia responsable o conocimiento de aquello que se sabe de uno mismo y nuestro entorno. Es decir: actuar con sabiduría. Y toda sabiduría (como virtud) conlleva una responsabilidad, la de entender la diferencia entre el bien y el mal. No saber es un defecto (la ignorancia), y como tal, inconsciente de entender la diferencia entre lo bueno y lo malo de una acción humana.

Toda conciencia bioética, entonces, se establece sobre el imperativo de lo que debe hacerse y no de aquello que quiere hacerse, salvaguardando los principios de autonomía, beneficencia, no maledicencia y justicia; todos ellos principios pilares de la Bioética Médica.

En el entorno de la biomedicina y el ejercicio profesional sanitario, el principio de autonomía le da libertad al paciente, pero también lo obliga, a que cada decisión tomada por su salud, le pertenezca. El principio de beneficencia obliga a la instancia sanitaria, médicos, enfermeras, internos, residentes, asistentes y todo personal a cargo, a que todo aquello que se aplique por salud en un paciente, sea siempre en su beneficio. El principio de no maledicencia que concretamente se refiere al hecho de no hacer daño, o que éste (en el caso de costo-beneficio) sea siempre menos que el beneficio. El principio de justicia será aquél aplicado en el mismo sentido que lo entendía la filosofía griega de donde emana el principio; en la proporción y medida justa necesaria en la atención del paciente.

La conciencia bioética como actitud, se refiere precisamente a la conducta correcta, al cumplimiento ético adecuado en el ejercicio de un deber profesional y/o humano que deje claro nuestro valor (y valores) como personas.

Y no nacemos conscientes, como podemos leer en la filosofía ética de Aristóteles y posteriormente (ya en el siglo XX) en el existencialismo sobre el devenir del Ser de Heidegger; nos hacemos conscientes en el desarrollo natural de una vida más ideal a través de la cultura, la educación y el cultivo necesario y constante de lo bueno, sabio y justo.

Una vida sabia (inteligente y consciente), argumenta Platón a través de Sócrates, es una vida buena y justa, y por tanto: ¡bella!

 

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