La guerra contra las drogas: medio siglo de derrotas para América Latina

Hace 50 años, Nixon declaró a las drogas enemigo número uno de Estados Unidos y puso en marcha una maquinaria burocrática y propagandística que ha transformado la vida en América Latina. Documentos y expertos de la región dibujan el recorrido de un fracaso rotundo: producción, salud pública, violencia, inclusión; todo ha empeorado desde entonces

El primer día que el abogado peruano Ricardo Soberón asumió como encargado de “combatir la droga” para el Gobierno de Ollanta Humala, en agosto de 2011, un cultivador de coca de la Selva Alta lo llamó con urgencia: la DEA y la policía estaban erradicando su chacra, le dijo. Soberón llamó al presidente y “el mismo día ordenó que todas las unidades de la policía y la DEA retornaran a sus bases”. Era su debut como funcionario, pero ya había marcado el final de su gestión. Su modo de actuar enfureció al ministro del Interior —un exmilitar— e inquietó a la entonces embajadora de Estados Unidos en Perú, Rose Links, y al Bureau of International Narcotics de su país.

Ocho meses después estaba fuera del Gobierno. En el lapso que fungió como “zar antidrogas” de Perú, Soberón vivía las quemas públicas de cocaína incautada con frustración. “Porque soy consciente de los límites de un operativo que no hace ningún efecto al circuito ilegal”, dice. Duró poco en el puesto por la misma razón que lo había llevado a la función pública: Soberón no es un político antidrogas sino un “cocólogo”, como le dicen sus colegas con aprecio. Hoy es director del Centro de Investigación de Drogas y Derechos Humanos de Perú que fundó en 2009, donde canaliza sus trabajos como consultor. Además, su experiencia con la coca viene de familia.

A principios del siglo XX, los abuelos de Ricardo Soberón —Rafael y Esther— eran propietarios de una gran hacienda en Huánuco, entonces principal sembradío cocalero en Perú, donde se dedicaban a transformar la hoja en sulfato de cocaína cuando era legal. El país era el mayor exportador global de coca y sus derivados: una quincena de ingenios la empaquetaban para The Coca Cola Company o hacían el sulfato para el laboratorio Merck de Alemania y farmacéuticas estadounidenses como Parke-Davis, que la refinaban en destino y la distribuían en farmacias del mundo. En 1919, cuando su abuelo Rafael murió de una pulmonía, Esther quedó viuda con 21 años, cinco hijos, dos chacras tupidas de coca y el ingenio. Entonces llegó el hermano de Rafael, Andrés Avelino, y convenció a su abuela de que le transfiriera el negocio.

“Ella se deshizo de todas sus propiedades y Andrés Avelino se convirtió en un gran exportador de sulfato de cocaína entre los años 19 y 39. Mi familia nunca lo olvidó”, cuenta el abogado. La historia de los Soberón sirve para iluminar, desde lo privado y lo público, lo rápido que se torcieron las cosas cuando entró en juego la prohibición: para 1949, su tío abuelo Andrés Avelino tuvo que cerrar la fábrica por las presiones estadounidenses y buscaba la manera de contrabandear cocaína. Ese mismo año, Perú creó la Empresa Nacional de Coca(Enaco), un monopolio estatal destinado a atender la demanda legal de la hoja de coca, tanto su uso tradicional como su industrialización. Pero también a acabar con el cultivo.

Soberón sueña con una Enaco fuerte y una coca legal que sea comprendida en el mundo. Con ese objetivo en la mira, en mayo de este año entregó a la presidencia del Consejo de Ministros de Perú una hoja de ruta para reformar la empresa estatal. El monopolio que debía acabar con los sembradíos y gestionar la producción legal está actualmente en bancarrota. En Perú hay unas 52,000 hectáreas cultivadas de coca; de ellas, Enaco solo controla 1,000 y paga mal. Soberón quiere una Enaco que supervise la planta sagrada andina mediante control comunitario en asociación con las organizaciones cocaleras. Imagina una coca orgánica, de calidad y “con paz social”, dice. Como en Bolivia.

El país protege a su coca “ancestral” como “patrimonio cultural, recurso natural” y “factor de cohesión social” en la nueva Constitución de 2009 y su control está a cargo de los gremios cocaleros. Ellos son los que fiscalizan, sancionan, otorgan licencias de cultivo, mensuran los predios con drones y llevan el registro biométrico de los campesinos que comercializan en mercados locales.

Elementos del ejército mexicano patrullan la periferia de Reynosa, Tamaulipas, en Marzo del 2018.

Un año antes de sancionar la Constitución, en 2008, Evo Morales expulsó a la DEA del país. El efecto de todo este proceso es una evidencia incómoda: desde entonces se ha puesto freno a la violencia y se ha disminuido la destilación de cocaína. Bolivia incauta más pasta base y cierra más laboratorios de reciclaje de manera pacífica que con “guerra”. Los analistas coinciden en que el control social boliviano destruye más laboratorios y cristalizaderos que antes y también ha hecho bajar el área de cultivo, la producción de cocaína y el contrabando de la hoja. El control social no genera violencia contra los campesinos azotados durante décadas con muertos, cientos de heridos y reiteradas violaciones a los Derechos Humanos.

En 1992 Bolivia llegó a producir 550 toneladas de cocaína. En 2017, su capacidad de producir se había reducido a una cuarta parte, según lo ha reconocido la Embajada estadounidense en La Paz.

Derechos Humanos, desarrollo económico, inversión en infraestructura, sostenibilidad ambiental y sobre todo confianza en la forma indígena de resolver conflictos son algunos de los pilares del sistema. Cuando los campesinos plantan más de lo permitido son castigados por su comunidad. Algo que ha hecho bajar los encarcelamientos notoriamente. Al reducir la oferta ilícita, se fortaleció y diversificó la economía lícita. Y el precio de la hoja se estabilizó al alza.

Para poder concretar ese plan, Bolivia debió abandonar también las convenciones únicas internacionales de drogas en 2011, que volvió a firmar en 2013. Entonces se estabilizaron las hectáreas de coca sembradas, apenas sobre el límite de las 22,000 permitidas por el Gobierno. La coca genera unos 500 millones de dólares anuales, o sea un 1.3% del PIB, la décima del sector agrícola. El caso boliviano es una excepción. A la regla se le llama guerra.

El miércoles 17 de junio de 1971, hace exactamente 50 años, el expresidente Richard Nixon apareció recio en la sala de prensa de la Casa Blanca y dijo, en aquel discurso famoso, que el “enemigo número uno” de Estados Unidos era “el abuso de drogas” y lanzó una “ofensiva mundial para lidiar con los problemas de las fuentes de oferta”.

Habitantes de Tierra Caliente, Michoacán, durante una manifestación exigiendo paz en la región en 2016.

Nixon se mostró preocupado por los opiáceos que los combatientes en Vietnam requerían como bálsamo para apaciguar la dureza de la guerra. Su intención, dijo, era preservar la salud de los más jóvenes: “El único camino realmente efectivo para terminar con la heroína es terminar con la producción de opio”. Desde entonces, la producción de opio ha crecido como nunca.

Si pretendía mejorar la salud de los estadounidenses, el fracaso de la guerra contra las drogas ha sido estrepitoso. En 1970, las muertes por sobredosis alcanzaban a uno cada 100,000 estadounidenses. A finales del siglo XX, esta incidencia se había multiplicado por 6. Y en 2019 las muertes superaban las 20 cada 100,000. Estados Unidos llega a la epidemia del fentanilo luego de haber invertido durante medio siglo entre un trillón de dólares y 640,000 millones en todo el mundo, según distintas estimaciones.

El movimiento geopolítico “contra las drogas” quiso frenar el uso e incluso Naciones Unidas llegó a ponerse como objetivo terminar con los cultivos en más de 100 años de convenciones internacionales contra las drogas. Siempre fue un fracaso. Entre 2009 y 2017 el uso de sustancias aumentó un tercio: por lo menos 300 millones de personas usan anualmente alguna sustancia de tráfico ilícito. El precio ha bajado sustancialmente desde entonces. Y las muertes por sobredosis o el uso abusivo crecieron exponencialmente.

Una guerra cara

Solo en Colombia, entre 1996 y 2016 Washington invirtió casi 10 mil millones de dólares, según la organización no gubernamental Oficina de Washington para América Latina (Wola). Un 71% de ese total se fue a gasto militar directo. En los últimos años, la inversión policiva se ha moderado. Pero no ha sustituido la enfocada en objetivos económicos o institucionales, que también ha caído. La proporción entre “cañones y mantequilla”, por usar la vieja metáfora macroeconómica de la elección presupuestaria entre dedicar presupuesto a guerra o a desarrollo, se ha emparejado, pero ha sido a costa de una reducción total de la inversión externa.

Uno de los principales objetivos de Estados Unidos fue México. A mediados de los sesenta, el contrabando de cannabis y opiáceos a través de su frontera sur se consolidaba. Los primeros objetivos fueron los campos amapoleros originalmente sembrados para la Guerra Civil estadounidense del siglo XIX. El jugo del opio también fue importante durante las guerras mundiales. Los traficantes se trasladaron a otros Estados mexicanos y el negocio se hizo cada vez más fuerte. En 1975, en una de las primeras acciones de la guerra contra las drogas financiadas por Estados Unidos fuera del país, los sembradíos de marihuana en la Sierra Madre de México empezaron a ser rociados con Paraquat, un peligroso herbicida. Los contrabandistas igual movieron la flor con el agroquímico para traficantes que la vendían en Estados Unidos. Tres años después, la Universidad de Mississippi analizó decenas de muestras confiscadas en California, Arizona y Texas: un tercio presentaban concentraciones elevadas de Paraquat. Usuarios, congresistas, medios y médicos advirtieron del daño pulmonar que podían causar a los consumidores. Tragar apenas media onza (menos de 15 gramos) de Paraquat era básicamente un suicidio, advertía entonces el New York Times.

No fue el único tiro de la guerra que salió por la culata desde el comienzo. Jamaica recibió a la DEA en 1974 para detener el tráfico de marihuana. Aunque el contrabando paró sostenidamente, otros países del Caribe empezaron a cosechar. Entonces en Colombia comenzó la “bonanza marimbera” para abastecer a Estados Unidos, germen de los carteles de Cali y Medellín. Cuando estos clanes cayeron se multiplicaron otros que dieron nacimiento al imperio mexicano.

En 1970, un grupo criminal prácticamente monopolizaba el tránsito global de cocaína y heroína: la mafia corsa, que operó desde 1937 en Marsella. Movían opiáceos de Turquía, vía Francia, y cocaína desde Perú y Chile a Estados Unidos. Fue desmantelada a principios de los setenta en decenas de países. Pero el negocio global no paró, se reconfiguró.

Medio siglo después, el sistema de control internacional parece incentivar grupos violentos en todo el mundo: guerrillas, paramilitares, pandillas, políticos, policías y militares, funcionarios corruptos, empresarios y el sistema financiero controlan unas ganancias, estimadas por última vez en 2009 en 84,000 millones de dólares anuales. Una cifra que casi empata las ganancias de Bill Gates al 2016, cuando encabezaba la lista de los hombres más ricos del mundo.

Solo en México, la Fiscalía General estima que hay 37 carteles dedicados al rubro. Varios operan en los países productores y algunos trabajan en todos los continentes; valiéndose de criminales locales inyectan dinero a las economías informales que se fortalecen con cada “golpe al narcotráfico”.

RIO DE JANEIRO, BRAZIL – JULY 11: UPP (Pacification Police Unit) of Vidigal carry out an operation to search for drugs in the Favela in Rio de Janeiro, Brazil during the FIFA World Cup 2014, July 11, 2014. (Photo by Carlos Becerra/Anadolu Agency/Getty Images)

Entre las consecuencias no deseadas del sistema internacional de control, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen (ONUDC) menciona la reproducción de un lucrativo y violento mercado clandestino y reconoce que el énfasis en lo represivo desparramó laboratorios, plantaciones, corrupción y lavado de dinero a nuevas zonas geográficas. A su vez, la presencia de grupos criminales desalienta la inversión y desvía fondos de políticas sociales a sectores militares y policiales. También distorsiona indicadores económicos para la planificación presupuestaria, infla el PIB y deforma el Índice de Desarrollo Humano, advierte el PNUD.

Las cuentas de la guerra contra las drogas no cierran nunca, pero nadie las rinde. Los investigadores académicos advierten sobre la mala calidad de la información que recolectan los países y la falta de acceso a indicadores básicos. Se estima con metodologías fácilmente cuestionadas por sus frágiles supuestos y débiles conclusiones. No hay datos transparentes. Ni auditorías independientes sobre los resultados de la inversión en seguridad o los resultados sociales. “No es como en otras políticas públicas donde se discute lo más efectivo. En este caso es como que no importa, hay una suerte de ceguera sobre los efectos. Parece casi imposible moverlos de esas lógicas y narrativas después de toda la información del fracaso de las políticas de drogas”, explicó la doctora en Derecho Diana Guzmán, subdirectora del centro de estudios jurídicos y sociales de justicia.

Texto y fotos: Cortesía

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