La medicina maya de nuestra niñez

Serían las dos o tres de la madrugada y parecía que los cólicos estomacales me iban a matar. Era yo un niño de unos seis o siete años que se revolcaba de un lado a otro de la hamaca, entre gritos y quejidos. A la casa de mi abuelo materno los primeros que acudieron en mi auxilio en medio de la noche fueron mis tíos Miguel y Bertha, a los que se unió un poco después mi madre. Tengo la idea de que a quien se le ocurrió la cura para los cólicos fue a mi tío Miguel, que encontró, quién sabe dónde en el amplio patio de la casa, unas matitas de ortiga, a la que los yucatecos nombramos en maya popox. Cocieron la hierba y me dieron a beber la pócima resultante, de la que recuerdo que era espesa, de consistencia babosa, parecida a la de la miel pero de sabor muy diferente. Bebí porque el desesperado a todas va, y poco después quedé profundamente dormido, evidencia de que la medicina tradicional había hecho su trabajo.

Ése es uno de los episodios de mi vida que me permiten afirmar que la herbolaria que nos heredaron nuestros ancestros mayas tiene medicamentos eficaces, nomás que hay que saberlos utilizar, pedir el consejo de los mayores que sí conocen, y tener cuidado con posibles efectos colaterales nocivos.

También recuerdo que cuando era niño e iba a la escuela primaria hubo un tiempo, quizá dos años, en que padecí una bronquitis de las que parecen asma, porque en los momentos de crisis te quita la respiración, hace acezar y te pone en una situación desesperante. Mi abuela materna, doña Basilia Nah, me curó con aceite de enjundia de gallina, gallina de patio desde luego, que está libre de hormonas y sustancias químicas con las que rellenan a las aves de hoy. A la hora del recreo salía yo volando de la Domingo Peraza para darle la vuelta a la manzana y llegar a casa de la abuela; bebía yo rápidamente la cucharada de aceite –sabía mal, pero nada comparable con la emulsión Scott, de aceite de bacalao, que me daba mi papá– porque sabía que enseguida chichí Basilia me daba una jícara de chocolate con galletas animalitos. Asma o bronquitis, la enjundia me la quitó.

Otra planta que me sorprendió de niño es una de hojas y tallos parecidos a los del chacá, que crece o crecía silvestre en los montes del norte de Yucatán, donde está mi amado pueblo Dzilam González. Papá Venancio y yo caminábamos una vez en esa selva baja, buscando árboles de chacté para cortar cuando a él se le atoró en una rama el hacha que llevaba al hombro. El filo de la herramienta le rozó la cabeza y eso fue suficiente para abrirle una herida; con calma, mientras yo estaba espantado, Papa buscó y encontró uno de esos árboles que le digo, cortó una rama y dejó que la savia espesa y transparente caiga sobre su herida, que en dos minutos quedó cerrada como si le hubiera puesto pegamento Uhu.

El ikabán que elimina verrugas, el alacrán tostado que también sirve contra esas antiestéticas excrecencias, el cardosanto que mi madre me mandaba traer del atrio de la iglesia, la riñonina de playa y la de jardín (son muy diferentes) que deshacen piedras en el riñón, y un largo etcétera forman parte de la medicina tradicional con la que muchos yucatecos convivimos de niños. ¿A usted no lo sanaron con alguna hierba o remedio tradicional?

Por Gínder Peraza

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