La vida después de Roma (primera parte)

Por Esteban Sanjuán

Nunca en tiempos recientes, que yo recuerde al menos, una película en México caló tanto y generó el debate como el filme Roma. A estas alturas, muchos ya estarán hartos, pero la universalidad de su mensaje y los cambios que empujó son innegables.

Que sea pertinente —al menos según yo— retomar el filme en un espacio que pertenece al ámbito local y que no aborda asuntos cinematográficos es una prueba de su fuerza.

La primera lección de la película es el trato injusto y cruel al que hemos sometido o sometemos al personal “doméstico” o de limpieza en todo México. En Yucatán, faltaba más, las llamadas “muchachas” —un término deleznable— son un ejemplo clarísimo y hasta más duro del que el filme enseña.
Pero Cuarón le da al clavo: bajo el supuesto amor y familiaridad que hay entre quien hace la limpieza y una familia, hay una relación que configura un claro distanciamiento y una forma refinada de esclavitud.

Allí está la foto de los carteles: Cleo, la protagonista, llora encerrada entre una multitud de abrazos que la aman porque sirve en última instancia, pero que no serviría si sólo sirviera para amar.

Por supuesto, no es obligatorio amar a un empleado. No obstante, denuncio la doble moral, el falso discurso de quien afirma que quien trabaja en su casa es “parte de su familia”, algo tremendamente común en nuestro estado.

No recuerdo de quién es el argumento, pero sintetiza el punto con una extraordinaria claridad: piense en los numerosos casos en los cuales se presumen a las “nanas” o a los “mozos” como integrantes íntimos de la familia, pero que se aterrorizarían si algunos de los hijos de estos trabajadores quisieran contraer matrimonio con alguno de sus vástagos de apellidos rimbombantes.

Roma nos exige entender que la discriminación es una rabia que traemos en la sangre y que vive cerca, cerquita, entre la cocina y el lavadero, no sólo en el río Bravo.

No es, como tantos otros insisten en creer, un mal exclusivo de Donald Trump.

 

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