Leche bronca con piquete

Por Renata Millet Ponce
milletrenata@gmail.com

Estaba en la sierra de Veracruz, sin señal, en una pequeña ranchería donde la mayoría de las familias dependían de la ganadería. Llevaba una semana levantándome todos los días a las 5 a.m. a ordeñar vacas, llevando siempre una botellita de alcohol, un saquito de azúcar y unos vasos para poder desayunar leche bronca endulzada y a veces demasiado cargada de alcohol, cuya principal función era desinfectar la leche (o eso decían).

Era un lugar húmedo, con ríos y vistas espectaculares. Cuando despejaba, se podía ver a lo lejos el mar y los otros cerros y montañas. Era una vegetación exuberante y la falta de señal para poder fotografiarla y mostrarla, la hacía todavía más especial.

La rutina, como ya dije, comenzaba a las 5 a.m. Partíamos con los hombres a ordeñar vacas. Alguna que otra me corneó y otras más me hicieron caca en el zapato. Regresábamos a las 7 a.m., medio tocadones culpa del agua ardiente mezclada con leche bronca. Desayunábamos y nos íbamos a cosechar el maíz, o a darle de comer a las vacas o a los cerdos o a los pollos. Recolectábamos madera, volvíamos a merendar.

Después nos íbamos a ver a las abejas, las tenían un poco lejos. Pasaba el señor que les compra la leche recién ordeñada justo antes de ir a comer. Comíamos por cuarta vez en el día y nos poníamos a desgranar, separar la miel del panal, volver a darles de comer a los animales, regar la huerta. A la media tarde era la hora de la bebida súper energética: la Coca-Cola.

Mientras todo lo anterior es normalmente trabajo de los hombres, las mujeres no la tienen más fácil: a las 5 a.m. se abre la cocina y no deja de salir comida hasta las 10 de la noche. En los ratitos libres hacen la compra en la tiendita Conasupo, arreglan la ropa, la lavan, tienden y secan. Le dan de comer a los pollos, platican con las vecinas, van a buscar a los hijos, arreglan la casa y riegan sus plantas.

Si algo me quedo claro, es que el campesino mexicano no es flojo. Una jornada de más de 12 horas no puede entrar dentro de la definición de flojera o pocas ganas de chambear. Entonces, ¿por qué no avanzan? Don Felipe, que había heredado la propiedad del ejido de su padre, seguía trabajando exactamente en lo mismo. Había ampliado algunas cosillas, comprado alguna que otra vaca más y puesto lo de las abejas. Pero, ¿por qué no pensaba a futuro, comenzaba con una pequeña empresa, dejaba de vender leche a un repartidor y formaba una cooperativa, se iban fuera de ese rancho a un lugar con más oportunidades?

¿Lo hacía por falta de conocimiento, por miedos, escasez de recursos? Es muy probable. Sin embargo, un día no pude con la curiosidad y le pregunté, no solo a él y a su esposa, si no a otras personas del pueblo, que por qué no se iban o crecían sus negocios. La respuesta de todos, en promedio, fue que pese a que sí querían mejorar las condiciones de vida para sus hijos, no querían crecer mucho sus pequeños negocios, no les interesaba.

No entendía. ¿Era esto una especie de conformismo o resignación? ¿O es que bajo nuestra óptica capitalista-occidental no podemos concebir que alguien no tenga ambiciones económicas fuertes, y que esté conforme con darle alimentación y vestido a su familia o que encuentre satisfacción en el campo en el diario hacer?

Si es así, ¿quiere esto decir que hay que dejar de luchar porque las y los campesinos y ganaderos dejen de tener mejores oportunidades y mayor justicia? No, lo que quiere decir es que hay que conocer dónde y cómo viven para saber hacia dónde orientar la ayuda. Es claro que cada generación busca vivir mejor que la anterior, pero esa mejora no necesariamente es en el tema económico. En esta comunidad hace falta mucho trabajo, por ejemplo, en la equidad de género.

En fin, es una invitación a quitar de nuestro lenguaje “es pobre porque quiere”, no sólo porque gran parte de la pobreza en nuestro país es estructural, sino porque esa frase menosprecia a quien tiene menos, como si eso lo hiciera menos, cuando la realidad es que esta vida de campesino tiene muchas más riquezas de las que imaginamos.

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