‘Love is a Battlefield – Entrevista a Carolina Luna

Entrevista a Carolina Luna

Por Adolfo Calderón Sabido

We are strong

No one can tell us we’re wrong.

Pat Benatar

Love is a battlefield. Live from earth.

(Holly Knight y Mike Chapman, Love is a battlefield).

 

Lo primero que vi al llegar a su casa fueron unos gatos negros dibujados en un muro verde. En una de las habitaciones del interior, unos cuantos libros perfectamente ordenados.

Está sentada en la cama frente a mí, viste blusa blanca y un pantalón azul descolorido. Resaltan, en su rostro demacrado, sus ojos que reflejan inteligencia cruda. Sostiene una lata de cerveza sin alcohol en una mano temblorosa, mientras da una calada al cigarro con la otra. En un rincón: el libro “la mujer rota” de Simone de Beauvoir, y un cenicero con decena de colillas.

Ya no podía escribir debido al amonio, que por insuficiencia hepática afectó neuronas de su cerebro. Carolina Luna, sin escribir, era como Goya sin manos; sin embargo, a pesar de su limitación para redactar, sí que podía hablar y sus palabras también eran literatura.

Ella sabe el motivo de mi visita, así que, sin esperar pregunta alguna, comienza a hablar.

Mi primer libro lo publicó el Instituto de Cultura de Yucatán. Primero pensé que el título sería Nombres de bruma, influenciada por un poema del escritor Paul Claudel, pero después de pensarlo un poco dije: “mejor le pongo el nombre por el cual entré al taller y también porque ese cuento fue premiado”. Para no olvidar mis inicios decidí ponerle El caracol.

¿Cómo eliges los temas de erotismo, muerte y existencialismo en tu narrativa?

Esos han sido mis temas de siempre, realmente son inconscientes, temas que están presentes a lo largo de mi vida: seas pintor, escultor o cuentista, los temas van a ser recurrentes, son los que te nutren estilística y emocionalmente, luego ya vas buscando. Cuando estás en pos del arte, esos temas te van a llevar con tus símiles. Por ejemplo: ¿por qué me gustan las películas de vampirismo? ¿Por qué las películas de horror? ¿El cine gore o la pintura negra de Goya? ¿Por qué me gusta la Pasión de Cristo? ¿Cierto tipo de deportes? Yo muero de aburrimiento, por ejemplo, en un partido de fútbol, pero si vamos al box me entretengo como animal; cosa que no sucede con la tauromaquia, la cual es bellísima estilísticamente. La tauromaquia es muy hermosa, pero yo estoy totalmente en contra del maltrato a los seres en desventaja, ya sean paralíticos, humanos o bestias. Es decir, si se van a dar en la madre prefiero que se den en la madre dos humanos: ver realmente la sangre, asistir a la carnicería; sí lo quiero ver, lo prefiero ver de verdad.

¿Cómo fuiste compaginando la vida literaria, que es tan demandante, con tu vida familiar?

Lo que pasó realmente es que nunca tuve que decidir entre una cosa y otra: por fortuna me casé con una persona muy instruida que trabajaba en las librerías Dante, los dos teníamos al mismo mentor, un jesuita que nos enseñaba mucho. Luego me hice amiga de Rolando Armesto, dueño de las librerías, también instruido por jesuitas, y nos hicimos muy amigos. Digamos que él fue mi segundo mentor en la literatura contemporánea: su bagaje era muy amplio, pues al ser editor me recomendaba buenos libros; yo tenía los libros a la mano, más los que me regalaban y los que iba comprando. La inquietud artística siempre estuvo presente: yo dibujaba mucho de niña, mi primer diario era dibujado como en código, para que mi mamá no lo descubriera.

Cuéntame sobre las lecturas que te impresionaron.

Un libro que me atrapó sobremanera es el de La casa en la playa, de García Ponce, y eso me motivó: ver la estatura intelectual de un escritor nacido en Yucatán que luego se fue a México. Agustín Monsreal es alguien de los que me ‘improntó’ mucho: quedé impresionada con Los ángeles enfermos. Aclaro que con Los ángeles enfermos. Bestard me impresionó con La calle que todos olvidan. Otro fue Ermilo Clau… ¿Fue Ermilio o el otro, Mediz Bolio? Ya no recuerdo. Empecé a darme más confianza con la literatura regional y, al mismo tiempo, a ver la calidad de los textos de los compañeros en los talleres: Víctor Garduño y Jorge Pech que estaban escribiendo más allá de lo que era el regionalismo, su bagaje eran los escritores franceses.

Háblame sobre las historias detrás de tus cuentos.

Podría contarte un cuento de cada cuento. Hasta los más insulsos tienen su historia. Gracias, Marlboro, por ejemplo, me abrió la puerta entre los jóvenes. Pía Gómez me invitó a la Escuela Consuelo Zavala y pidió que leyera Gracias, Marlboro que, para mí, no era más que un juego: estaba entre la literatura de la ‘onda’ de Parménides García y José Agustín. Todo ese mundo es entrañable para mí porque era la época en que los Marlboro costaban 20 pesos, o sea, imagínate: ya con eso tienes la idea histórica de la época, y allí tienes el existencialismo, el contexto social, mis temas de siempre.

Háblame sobre la música que te marcó en esa época.

Es que no puedo dividirla por décadas. Yo soy de la ‘Generación X’, ubícate más o menos por ahí. Pienso en música, en el rock del grupo Kansas, en Boston, Sticks; muy de lejos ya Carlos Santana; Paco de Lucía ya era algo de música formal. Claro, la década de los setenta también la viví: Bee Gess, Chicago, Super Tramp. Varios de mis epígrafes, si te fijas, son líneas de rolas del momento: hay de Pat Benatar, también de Eagles, y así de varias rolas que en ese momento impactaban.

En el Bar Macondo, donde se te hizo un homenaje, bailaste la canción Freedom, de George Michael. Te vi tan feliz, quizá diciendo ‘al fin de cuentas hice lo que quería: escribir’. ¿Quieres hablar un poco de ese momento?

Es que era todo ese momento: estaba, ¿cómo te diré?, celebrando cuando ustedes entraron a mi vida. Fue la época de los homenajes y yo me estaba recuperando, después de estar al punto de la muerte, fue en esa época. Para mí, el homenaje era también por volver a caminar, por volver a bañarme sola. ¡Carajo! ¡El estar viva y ver que mis coterráneos apreciaban mi trabajo! Que no fui, como dicen de los cerillos: que no fue un ‘cerillazo’ lo mío. Veía que las nuevas generaciones conocían mi trabajo.

Quizá en ese momento Carolina pensaba en Mateo Peraza, uno de los que leyeron ese día sobre su obra: en Joaquín Filio quien la llama “la Reina de las fotocopias” debido a que sus compañeros de la escuela de literatura practican el tráfico ilegal de copias y los libros de Carolina suelen ser parte de las víctimas.

Yo me sorprendí de Silvia Cristina: de lo mucho que ha leído y que tanto ella como Celia Pedrero me usaban como ejemplo en sus clases y eso para mí fue una revelación. Yo no sabía lo que estaba pasando en Mérida;  me voy diez años y cuando regreso, ya estoy enferma. Ese día de George Michael quedé pasmada y era eso: la canción es muy alegre, muy pegadora. En los noventa empecé a hacerme a la idea de que puedo ser lo que yo quiera: sea lo que sea. Cuando me ofrecieron por primera vez la beca, mi hija María del Mar estaba muy chica: ella tendría nueve años y no la quería dejar. ‘¿Cómo no vas a aceptar esa beca, que está muy peleada?’ dijeron algunas voces. Lo que hice fue esperar, ya que la condición era irme a vivir a la Ciudad de México. Años después, entregué mi proyecto y me volvieron a aceptar, es cuando entro al Centro Mexicano de Escritores. Quería estar ahí porque estaban Carlos Montemayor y Alí Chumacero. Yo sabía que por ese taller habían pasado Rulfo, Rosario Castellanos; era un taller serio, pues.

En ese momento sólo habías publicado El Caracol…

Así es. Primero, me dediqué a sobrevivir en la ciudad. Lo que me daban de la beca me alcanzaba para lo básico, aunque estaba bien pagada, pero yo necesitaba más y busqué un trabajo real, es cuando me incorporo al Uno Más Uno y al Excélsior, periódico con el que me identifiqué más; era la consentida de Uberto Batis, era un trabajo semanal. Publicaba lo que a mí se me ocurriera, era muy libre. En México estuve más o menos diez años.

Continúa hablando y da un salto al pasado.

Me casé a los diecisiete y el que era mi marido me motivó a escribir porque sabía que yo leía mucho. ‘¿Por qué no ves qué hacer en tu tiempo libre?’. Evidentemente no iba a dedicarme al tejido ni a nada de eso, ¿verdad? ‘Entonces, ¿por qué no sigues con el rollo de la literatura? ¿Por qué no le entras al concurso de la Universidad Autónoma de Yucatán?’ ‘No, pues está cabrón’ —pensé—. Porque te piden un cuento y en esa época yo nunca había escrito uno. ‘Siéntate a escribirlo. Total, ¿qué puede pasar?’ dijo mi exmarido. Lo escribí y me aceptaron. La verdad es que mi marido era un hombre que, para ser yucateco, era bastante excepcional: me llevaba al taller literario y me prestaba el auto. Él sabía que los miércoles eran sagrados porque era el día del taller en la Universidad y se prolongaba, claro, porque hacía ‘empate’ con las borracheras. Los miércoles yo desaparecía todo el tiempo, era casi obligatorio y fue ahí donde me hice amiga —nos queremos mucho— de Calero, Jorge Pech, Javier España, Jorge Lara, Roger Metri.

De tanto recordar, al semblante de Carolina parecen alcanzarle alegrías de otros tiempos.

Recuerdo un día. Al término del taller, nos fuimos a chismear debajo de las escaleras con Jorge Cortés Ancona, Lope Ávila y Saulo de Rode. Al cabo de unos minutos cruzamos al Café Pop y allá también pedíamos la ‘cheva’. Después nos trasladábamos a los portales, enfrente de la Plaza Grande, donde había un restaurantito en el que nos íbamos a ‘chelear’ hasta que nos aguantaban. En esa época Calero empezaba a andar con Mari Franz, una mujer instruida y vivaz, bueno, tampoco era Bárbara Catlin, es decir, gozábamos su punto de vista cultural contrario a la visión cerrada de la mujer yucateca. En el fraccionamiento la Huerta, ellos tenían una casita pequeña donde él tenía las caguamas esperándonos bien frías y se armaba la rebambaramba. Se corría el chisme y llegaban pintores, escultores: una borrachera entre artistas. Ambientes muy densos de repente, pero siempre muy ricos. Recuerdo que después de una de esas borracheras, sobre la calle 50 me estrellé. El ‘volcho’ que manejaba quedó debajo de una grúa. Obvio, terminé en el ‘tambo’ y fueron Calero y Raúl Pino Navarrete a sacarme y a cagarse de la risa. Como Pino es rubio se ponía rojo de la risa. ‘Sácame de aquí, Raúl’ —le dije—. ‘No, ni madres, allí te voy a dejar un rato para que te estés quieta’ me contestó y las carcajadas estallaron. El caso es que allí estuve uno o dos días: me llevaron mi torta y todo el drama de que ‘Carolina estaba allí’. El ‘volcho’ quedó hecho una mierda, tuvieron que comprarme otro. En fin, fue un desmadre. Según Víctor Garduño, quien es otro cuentista así que te imaginarás, lo que sucedió fue que yo iba a pasarles el auto encima a él y a Jorge Pech, porque ellos no me querían dejar ir. Y que yo les dije: ‘o se quitan o les paso el coche encima’. Y cuando vieron que era en serio, se quitaron.

La risa interrumpe la anécdota. En este punto para Carolina Luna los recuerdos se vuelven más densos.

Cuando acabó mi matrimonio por razones que no tuvieron que ver con la literatura, le dije a mi exesposo: ‘yo me voy, quédate con todo, también te quedas con la niña’. ‘No tienes a dónde ir’ contestó. Si seguía teniendo sexo con él, jamás terminaría nuestro matrimonio, por eso me fui de Mérida.

Háblame un poco de cómo fue tu estadía en la Ciudad de México.

En Yucatán sigue sin haber campo para trabajar. Fue por eso que me fui. Al poco tiempo me dieron la beca del Centro Mexicano. Recuerdo que alguien dijo: ‘si tienes ésa, la del Fonca va a ser de risa’. Empiezo a trabajar con Enrique Romo en Tierra Adentro. Él ya conocía mi trabajo, lo topaba en encuentros nacionales de escritores, él ya sabía de mí y yo le fui a pedir chamba. Le entré a todas las revistas: Cultura Norte, Cultura Sur, Playboy. Hice reseñas de libros, editoriales, todo lo que se podía. Di talleres para Tierra Adentro. Siempre tenía trabajo seguro.

Carolina revira y habla nuevamente de su obra.

Los cuentos de Prefiero los funerales los escribí en Mérida. Son un retrato de la Clínica Mérida: es, justamente, ¿cómo te diré?, un ‘socialité’ muy específico: uno iba no sé a qué, pero al final parientes y amigos de los pacientes se reunían a ‘cotorrear’, a platicar con los doctores que visitaban a los enfermos, con las enfermeras. Para mí era como una fiesta, ¿me entiendes? Por eso escribí Prefiero los funerales y el “grado macabro” pues ya es de mi cosecha. Yo nunca  me he dedicado exclusivamente a la literatura ni sólo a un novio: realmente soy una pagana, podríamos decir. Nunca me he dedicado en cuerpo y alma a nada, tal vez era obsesiva con la limpieza, pero hasta eso se me fue quitando conforme mi hija fue creciendo y me fui de Mérida. Dejé de ser ama de casa. Mi obsesión la fui aminorando, aunque no se me quita por completo.

¿Esa obsesión por la limpieza la reflejas de alguna manera en tus cuentos?

Desde una óptica muy pragmática puede verse en cuanto a la limpieza de la prosa estructural: si ves que le sobra, si le falta, si queda algo ‘extraño’ sobrepuesto, imagina lo prolija que podría llegar a ser.

¿Te acuerdas de la presentación de Prefiero los funerales? pregunto.

De la Ciudad de México no mucho, porque se presentó junto a otros libros. De la presentación de Mérida me acuerdo bien: era mi primer libro publicado fuera de Yucatán, estaba muy emocionada. Se hizo en lo que en ese entonces era la Alianza Francesa, y nunca olvidaré a la señora esa que dijo que me deberían de quemar.

¿Quién dijo eso?

Nunca supe quién lo gritó. Fue la voz de una señora: ‘que la quemen’, dijo. No sé si a mí o al libro, pero ‘que la quemen’, dijo.

Carolina vuelve a reír tanto que hasta se le acaba el aire. Quién diría que al final esa sería su última voluntad

Nos reunimos unas cuantas personas, tal como lo pidió: “sin tanto rollo”, a un lado del horno del cementerio Xoclán, siguiendo paso a paso sus instrucciones, organizando la “bohemiada”. Nos dividimos en diversos autos para ir a “Leoncitos” por unas cervezas. Estamos en la cantina entre el tintineo de vasos, los gritos de los parroquianos y las tortas de cochinita. En la silla principal: su rostro, que el pintor Mario Ponce inmortalizó en un óleo. “La prisa no es elegante”, vuelve a mi mente la frase repetida algunas veces en la mesa de su casa, donde nos reímos tantas tardes mientras nos desnudamos palabra por palabra. Estoy a punto de terminar este texto. Recibo el mensaje de Verónica: Esta es la canción que le gustaba a Carolina de Pat Benatar: Love is a battlefield (El amor es un campo de batalla).

Le doy click al enlace: en el video, una mujer joven con solamente una bolsa al hombro abandona su casa. Mientras la música suena, recuerdo la casa de los gatos, el abrazo fuerte de su cuerpo frágil y su nombre.  “Carolina Luna”. Aliteración por la “L” de “Luna”, “Letras” y  “Literatura”.

Abandono el texto. Pat Benatar sigue cantando:

No Promises

No demands

Love is a battlefield.

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