Mi bello problema

Por Manuel Alejandro Escoffié 

Al final de “Mi Bella Dama” (My Fair Lady, 1964), adaptación cinematográfica del homónimo musical de Broadway, tras someter a Eliza Doolitle (Audrey Hepburn) a varios ejercicios de dicción para hacerla pasar por una dama de la alta sociedad londinense y ganar una apuesta, Henry Higgins (Rex Harrison) hiere sus sentimientos al confirmar que solo la ve como un instrumento para sus intereses. Dolida, Eliza le jura en su cara nunca más volver a verlo; empoderando su dignidad. Posteriormente se revela que ella significa para él más de lo que reconoce. Mientras recuerda con añoranza el día en que la conoció, Eliza reaparece; a lo que Higgins reacciona diciendo: “Eliza… ¿Dónde demonios están mis pantuflas?”. La música se escucha por última vez y con un fundido nos vamos a “The End”.

¿Qué acaba de pasar? ¿Habrá vuelto Eliza a decirle otra vez adiós a este insoportable, egocéntrico y déspota hombre para luego pasar definitivamente a una vida lejos de él? ¿O habrá sido un “bluff” para ocultar lo insegura y dependiente que es en realidad? Pese a ese último dialogo, ¿ha causado su partida una transformación en Higgins, haciendo posible que al fin la trate como a un ser humano que merece respeto? ¿Habrá dicho lo que dijo en un tono meramente irónico? ¿O el hombre seguirá siendo hasta el final de sus días un misógino irremediable? ¿Es este final una invitación a esperar lo peor o a imaginar lo mejor? ¿Es una confirmación de sexismo o es el prospecto de lo contrario?

En la era post-#Metoo, no faltará quienes ya tengan una respuesta sencilla y, a sus ojos, obvia para estas preguntas. Pero estoy seguro de que a muchos les costará trabajo concebir, ya no digamos comprender o aceptar, mi propia respuesta. La respuesta de que no tengo ninguna. No tengo idea de lo ocurrido ni de lo que está por ocurrir. Pudiera ser una cosa o bien pudiera ser la otra. No tengo manera de saberlo. O siendo más honesto, no necesito saber. Porque ningún escenario que pudiese especular o en el cual quisiera desesperadamente creer podría compararse con aquella frustrante y a la vez irresistible incertidumbre que, en parte, continúa impulsándome a regresar a esta película una y otra vez; como una mosca siendo atraída a luz de una bombilla. Este final me niega cualquier tipo de certeza. Eso me incomoda. Me perturba. Me molesta. Y lo adoro con cada fibra de mi ser.

Nadie se equivoca en afirmar que el final de “Mi Bella Dama” puede parecer problemático para los estándares de genero actuales. Pero querer relegar ese “problema” exclusivamente a dicho aspecto sería todavía peor que acusarlo abierta y formalmente de constituir una apología del patriarcado. Es problemático por una razón más trascendente. Lo es en el sentido de que, a su propia manera, conoce, comprende y respeta el hecho de que las cosas nunca son (o por lo menos no tienen que ser) tan insultantemente simples. Es problemático en la medida en que se rehúsa a satisfacer, dar la razón o a encajar dentro de alguna de las ideológicamente rígidas narrativas binarias que parecen haber secuestrado a una buena parte de nuestro discurso público. Es problemática debido a que, al igual que mucho del mejor arte que el mundo es capaz de producir, no existe para decirnos lo que ya creemos comprender, sino para echarnos en cara lo que todavía no comprendemos. Un problema que, ahora más que nunca, nos caería como perlas. Y por lo mismo, uno muy bello también.

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