No se acabó el mundo

Por Carmen Garay

Mientras escribo estas líneas, en la iglesia católica termina la Jornada Mundial de la Juventud 2019 realizada en Panamá, con la presencia del Papa Francisco y aproximadamente 200 mil jóvenes “peregrinos” de todo el mundo. De las diversas actividades que ahí se han realizado, dos hechos llamaron poderosamente mi atención y reflejan, sin duda alguna, los tiempos que ahora nos tocan vivir.

El primer asunto, fue la presentación de una aplicación (APP) de bioética con temas relativos a cuestiones de género, trasplante de órganos, sexualidad, incluso con reflexiones sobre el aborto pues, según se explicó, son asuntos “para los cuales es necesario dar urgentemente una respuesta concreta, rápida y accesible para la nueva generación mediante el instrumento más usado hoy: el smartphone”. Considero que es una señal interesante el acercamiento hacia la juventud, pero de nada servirá el teléfono inteligente o cualquier dispositivo electrónico si los contenidos y reflexiones se limitan a mensajes de texto, videos de YouTube o archivos en formato PDF. La vida digital que idealizamos, contrastémosla, vinculémosla a nuestra vida cotidiana e institucional.

Es muy necesario que, como dijo el Papa, los jóvenes usen las redes sociales digitales, las que existen y las que seguramente se crearán. Pero que también se ocupen por hacer comunidad con las personas que están junto a ellos, o las que llegarán de algún lado. Significa, por ejemplo aterrizado en Yucatán, que no sólo los adultos de la casa conocen y saludan a los vecinos, sino que los jóvenes hagan lo mismo, a veces con tal cariño que le dicen “tío” al amigo entrañable de los padres. Ese es el segundo aspecto que retomo: la reflexión reiterada en Panamá, de que miremos y abracemos a los migrantes. A veces los “tíos” son migrantes porque sus propios lugares de origen les hicieron muy difícil la vida, al punto de tener que salir a buscar un paraíso.

El 29 de enero de 2005, a las 9 de la noche, llegamos mi esposo, mi hija y yo en el último vuelo -de ese entonces- a vivir a Mérida. Nos recibieron nuestros familiares que ya se encontraban acá desde hacía dos décadas atrás. La ciudad estaba iluminada y gente paseaba en mangas de camisa, mientras nosotros los recién llegados, sudábamos y sentíamos ya innecesaria la chamarrota y los guantes. Mi casa era la última del fraccionamiento y confié que algún día abrirían la avenida para ir a la tienda departamental. Mi confianza se hizo realidad y ahora ya hay tránsito intenso con conductores tensos.

Este enero de 2019, ya como yucateca, miro gente en circunstancias parecidas a las que tuve, pues nacieron en otra ciudad y ya viven aquí. Creo que aún no viven plenamente porque se la pasan “resistiendo” la apropiación cultural a toda costa, comportándose como chilangos “banda” o de otros lugares “mejores”, hablando mal -en redes sociales o grupos de Facebook- de esta tierra yucateca que ahora les cobija y de su gente que tuvo la dicha de nacer acá y que sólo espera respeto a sus costumbres y a su heladez invernal de apenas dos semanas. No coman frijol con puerco si no quieren, ni hagan loch, pero sí preocupémonos todos por hacer comunidad y cuidar esta ciudad, este estado que nos recibió porque el mundo afortunadamente sigue adelante.

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