¡Para eso… traen pantalones!

Un muy viejo chiste homofóbico que en el México de hoy no es políticamente correcto, ni viene al caso —¿o sí?— se refería a un súbdito del Reino de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, que se quejaba del desarrollo de la ley y la moral en su país. En 1895, decía, Oscar Wilde fue a la cárcel por ser maricón. En el siglo XX comenzamos a tolerar a los putos. En 1967 la homosexualidad se despenalizó, siempre y cuando fueran actos entre personas mayores de 21 años. Bajó a 18. Más tarde la homosexualidad se legalizó y en 2014 tuvimos la primera boda entre varones. Ahora la homosexualidad se respeta y celebra. Me voy de aquí antes de que sea obligatoria.

Cada uno puede tener su opinión del chistorete. La verdad es que refleja una actitud ciertamente mayoritaria del mundo contemporáneo de rechazo a lo que es diferente, a lo que se sale de la norma mayoritariamente aceptada: por definición, lo anormal. Dentro de ese modo de pensar se inscribe todo tipo de discriminaciones. De manera especial, el desprecio —por parte de los blancos, los arios, los hombres del poder— hacia los negros, latinos, judíos, gitanos, orientales, musulmanes y, de manera especial, a los homosexuales, desprecio del que hemos sido testigos en los últimos dos siglos de manera lacerante.

Precisamente porque el rechazo a la preferencia sexual divergente es mayoritario en todo el mundo y preponderante en el país del macho mexicano, la roncha que la decisión política de Enrique Peña Nieto propone cambiando la Constitución, es una roncha mayúscula. Se trata, ya se sabe, de integrar la jurisprudencia que desde agosto de 2015 fijó la Suprema Corte de Justicia de la Nación al juzgar inconstitucional la ley regulatoria de sociedades civiles de convivencia de Campeche, cuyo artículo 19 prohibía explícitamente la adopción a parejas del mismo sexo.

Todos estábamos pendientes, desde la proclama, de la previsible reacción del alto clero mexicano: no fue ninguna sorpresa. Lo que sigue siendo un enigma es cuál va a ser la postura de los partidos políticos, notablemente el PAN y el Morena de Andrés Manuel. El Presidente los agarró con los dedos en la puerta, al dar su golpe.

Sólo muy pocos privilegiados saben qué buscaba Peña Nieto con este genial y riesgoso golpe. Por ahí he leído y escuchado que el Presidente rebasó por la izquierda; que es, por otro lado, como se debe rebasar en carretera. Pero hay otros factores.

Ante la carencia de estadísticas ciertas, hemos de aceptar la presunción de que 10% de la población de todos los países tiene preferencias de conducta sexual diferente de las de la mayoría. En México, eso se traduciría a doce millones de seres humanos, más o menos. De esa considerable masa, los hombres y mujeres en edad productiva son seres que, en su mayoría, han escalado puestos de importancia en el sector gubernamental o privado —conocida o no su inclinación sexual— y pertenecen a un núcleo de personas con ingresos encima del promedio, instrucción más alta que los “normales” y con hábitos de consumo y diversión sofisticados. Es extraño que la industria no haya descubierto antes esta veta comercial tan importante. Al menos de manera abierta. El Presidente ha descubierto esa veta política.

Lo que me lleva a otra cosa. De prosperar la iniciativa presidencial, es previsible que una cantidad importante de los homosexuales y lesbianas llamados “de clóset” tomen la decisión de abandonar la secrecía y asumirse en su realidad oculta, lo cual es sumamente positivo.

Frente a todas estas consideraciones se erige el muro del machismo mexicano. Los mismos ingleses, hace 30 años, consideraban —en un 90%— que la homosexualidad era una enfermedad incurable. No sé si en los últimos 30 años los mexicanos hayamos cambiado radicalmente de idea.

Detrás de cada macho expresivo y fanfarrón, dicen los siquiatras, está un homosexual reprimido.

Tal vez para eso traen pantalones. Para dejarlos caer.

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