Política o moral

Por María de la Lama 

No siempre se creyó que la política era la mejor manera de arreglar el mundo. Hoy sí: el discurso hegemónico  –implícito en muchas prácticas, pero también afirmado explícitamente, con convicción– es que la política es el verdadero camino al cambio y la mejor forma de incidir en la sociedad. Yo cada día estoy menos de acuerdo con esta tesis.

Los que la defienden ven al gobierno como un educador de la sociedad y discuten acerca de cómo debe ser este profesor: severo o tolerante, sobreprotector o desapegado, conservador o liberal.

Pero todos coinciden en que gobernar es educar, y viceversa, y al pensar formas de hacer cambios sociales retiran la atención de los lugares que mucho tiempo se consideraron la esencia de la moral: los mitos y las ideas culturales acerca de lo valioso, lo digno de respeto, lo ridículo y lo reprobable.

En resumen, los famosos y anticuados “valores”; un concepto muy poco popular entre mi generación, entre la cual solo hablar de —valores—te ficha como un horroroso conservador.

Hoy lo que te hace buena persona es ir a marchas, criticar al gobierno y repetir el mantra de “todo es político”. Sin pudor, robamos, mentimos y nos —chingamos—al de al lado (—el que no tranza no avanza—), mientras proclamamos que todos los problemas de los mexicanos se resolverían si tan solo tuviéramos el gobierno y las políticas públicas de Finlandia. Esta ingenuidad es tan irresponsable como cómoda: estaría buenísimo que fuera cierto, porque es mucho más fácil cambiar una constitución o una política fiscal que cambiar los valores y los hábitos de una sociedad.

No está ni moral ni epistémicamente justificado lavarnos las manos con posturas políticas: sin duda hay políticas públicas con mejores resultados que otras, y vale la pena luchar por las primeras, pero las políticas se implementan sobre una sociedad particular y el que idolatra corrientes e ideologías pasa por alto que no es lo mismo la libertad económica en una sociedad religiosa que en una atea, o los impuestos altos en Finlandia y en México. Y aún implementando el mejor sistema político para las condiciones particulares de un país, ningún gobierno va a generar un progreso sostenible y real en una población con un tejido moral lastimado y corrupto. El Estado funciona mejor como estructura que como docente, y las prácticas culturales se trasnfroman poco a poco y desde abajo: cambiando mis hábitos, festejando y respetando virtudes, reprobando vicios. Y con la cultura cambia el gobierno. Es innegable que también hay un impacto en la otra dirección, de política a cultura, pero estoy convencida de que ese impacto es mucho menor de lo que nos gustaría creer.

 

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