Propaganda y posverdad

 

La desinformación, dice la Enciclopedia Soviética, es “propaganda de información falsa” con el fin de “crear confusión en la opinión pública”. Va sin decir su relevancia: si, amplificada por medios digitales, puede poner a un payaso naranja en la Casa Blanca, ¿qué no puede hacer? Dejemos una cosa clara: la función de las noticias falsas no es convencer. La propaganda en la era de la posverdad nace y vive del ruido. La propaganda tradicional hace pasar una mentira como verdad; la posmoderna, en cambio, destruye los cimientos mismos de lo que se podría considerar “verdad” –cuando no hay certidumbre, lo que queda es retórica y subjetividad–.

La posverdad es una duda, pero no una que exige criterio ni invita a la investigación. Es lo contrario: una duda que desmonta las instituciones y métodos de verificación. Condiciona al ciudadano a la impotencia de desconocer qué es y qué no es verdad. Es evidente cada vez que alguien comparte en redes sociales una noticia extravagante escribiendo “¿Será cierto?”. Es obvio cada vez que alguien le responde: “No sé. Estos días ya no puedes creer nada”. Hace un tiempo, leí a alguien comentar con orgullo que “no cree nada de lo que ve en Internet”. Este es el triunfo de la propaganda posmoderna –la absoluta destrucción de la verdad y del criterio para encontrarla–.

Esta persona se va por el absoluto porque no tiene las herramientas para evaluar individualmente cada pieza de información. Esto es alarmante. Aquí se traza la línea entre el sano escepticismo que nutre la democracia y la complaciente impotencia que la amenaza. El escéptico se pregunta la legitimidad de la noticia y se da la tarea de investigar. La impotente víctima de desinformación se rinde y declara imposible conocer la verdad. “Parece falso. ¿Es fake news? No sé, quién sabe, no hay cómo saberlo”. ¡Claro que hay cómo saberlo! Pero ya no es como antes.

La responsabilidad de filtrar información era responsabilidad de noticieros y sus profesionales entrenados. Los legítimos siguen haciendo su trabajo, pero ahora que cada persona tiene acceso a tanta información de dudosa procedencia, ya nadie puede darse el lujo de confiar por completo en el criterio de los medios.

Eso no es decir que todos los medios mientan y que ninguno sea confiable. ¡No, no, no! La posverdad alimenta la narrativa conspiratoria de que el cuarto poder es una masa amorfa, incomprensible y coordinada para mentir. No es así, y cualquier medio que se presente como el único que dice la verdad probablemente es el que está más alejado.

La posverdad apela a la emoción, funciona con lo visceral y fomenta un sentimiento de persecución. El público es más manipulable cuando está molesto o tiene miedo –así que cuidado con mercaderes de indignación que prometen hacerte enojar antes de prometer informarte–.

Desinformación no es sinónimo de mentira. También se encuentra en el sesgo de confirmación y la publicación selectiva de noticias. Si un medio solo muestra los fracasos de un candidato y los éxitos de otro, bien puede estar diciendo verdades verificables, pero eso no lo exenta de tener una agenda.

La desinformación aprovecha prejuicios. A la ausencia de verdad objetiva, las personas escogen creer en lo que confirma sus suposiciones, o en retórica que suena convincente pero carece argumentos.

En el panorama digital es una responsabilidad individual desarrollar un agudo criterio para identificar y combatir la desinformación y la posverdad. La educación mediática no se aprende de la noche a la mañana, pero en tiempos de agitación se necesita más que nunca.

Por Gerardo Novelo*
gerardonovelog@gmail.com

* Estudiante de Comunicación. Pasa mucho tiempo pensando en cocos y golondrinas.

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