Recuerdos meridanos

Por Angel E. Gutiérrez

En las últimas décadas, Mérida ha experimentado un crecimiento vertiginoso. Nuevos fraccionamientos, desarrollos residenciales, plazas comerciales, etc. conforman los nuevos rumbos de la casi cinco veces centenaria capital yucateca, cuyos límites se ensanchan mucho más allá de los viejos cuarteles, traza ortogonal de sabor renacentista, que durante siglos fueron el rostro de la ciudad de los Montejo.

En este punto recuerdo a tía “Nena”, Helia Heráclita de las Mercedes del Pilar, meridana de cepa, que siempre vivió en su casa de la calle 58 por 55, a espaldas de Santa Lucía, y para quien todo lo que quedaba más allá de Itzimná, estaba “fuera de Mérida”. Su ciudad se conformaba por la capilla del barrio, el templo del Jesús, el parque Cepeda Peraza (donde gustaba de escuchar los conciertos dominicales de la marimba Lira de Pichucalco), y la Catedral, así como por el recuerdo de antiguos capellanes, padres de la Compañía, canónigos y familias del rumbo que habitaron aquellos lugares cotidianos de su infancia y juventud.

A la par del crecimiento citadino, nuevas tiendas, restaurantes, franquicias y un sinfín de establecimientos ofrecen a los habitantes de la ciudad la más diversa variedad de artículos, opciones de entretenimiento y muestras gastronómicas, nacionales e internacionales. Los panuchos y salbutes de La Poderosa, del barrio de San Sebastián, o la suculenta “itzalana especial”, con su bolita de ensalada rusa, del mercado de Santiago, tienen que competir con hamburguesas, sushis, pizas, baguets, pollos tipo Kentucky y demás bocados de la fast food, producidos en serie, acompañados de kétchup y, en el mejor de los casos, de salsa de jalapeños dulces.

Atrás han quedado también algunos oficios tradicionales y tipos pintorescos, que se fueron con aquella Mérida provinciana donde, para bien o para mal, todos se conocían. Un recuerdo muy presente de mi infancia, viviendo por el rumbo de la Ermita, es el paso del chivero; escena campirana, que hoy parecería insólita, del viejo pastor arreando su rebaño al son del tintineo hueco de los cencerros que portaban las chivas. Al final de la manada, destacaba el chivón de pelaje negro y largas barbas, tan viejo como el tiempo, con dos patas atadas con un cordelito para evitar los desmanes carnales propios de su naturaleza animal.

Otros pregones, ya extintos, eran los de una mestiza, me parece que originaria de Muna, que con voz gangosa ofrecía masa para atole nuevo, pan de elote, is waaj, pibinales, dulce de cocoyol y otras delicias que llevaba en una palangana, puesta sobre la cabeza, y dos cubetas, una en cada mano. Ya se imaginarán la destreza y equilibrio de aquella venerable matrona. El horquetero que pregonaba a voces sus relucientes horquetas para las sogas del lavado; el retumbante “¡compro botellas!”, de un hombre que se paseaba por las calles en un triciclo lleno de envases de vidrio multicolores; la “campana” seca del reparador de ollas y el siempre bien recibido silbato del afilador de cuchillos que, apenas se escuchaba, como se sabe, era necesario sacudirse la ropa para atraer la buena suerte.

 

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