Segundas madres

Jhonny Eyder Euán
jhonny_ee@hotmail.com

Una podía permanecer por horas sentada en el sillón con la mirada hacia el patio de su casa o el televisor de la sala. La otra era una testaruda e incansable caminante al estilo de Rimbaud. Eran dos excelentes madres, abuelas, tías, hermanas; que siempre recuerdo porque junto a ellas observé cómo los tamarindos caían de su árbol y aprendí a caminar tan rápido como los maratonistas.

Una vivía en el norte y era sumamente agradable. Solía decirme que la acompañe a caminar por el patio de su casa. A veces me subía a los árboles para agarrar ciruelas o cayumitos. Por lo general, permanecíamos sentados en unas bancas de madera colocadas junto al pozo de su casa. En ocasiones mis primos llegaban por sorpresa y nos acompañaban; eran días en los que su casa se llenaba de risas.

Era una mujer que le gustaba admirar la naturaleza y era feliz cuando estaba acompañada por su familia. Sin embargo, al atardecer, cuando era el momento de regresar a mi casa, en su rostro volvía ese gesto de tristeza que siempre lamenté causar. Un día ella se fue para siempre y su casa se volvió gris. El silencio comenzó a ser incómodo, tanto que perdí las ganas de regresar y correr por entre la hierba y los árboles de tamarindo.

La otra mujer era alta y de carácter fuerte. Vivía a tres esquinas de mi casa y por mucho tiempo su presencia era motivo de juego y pleito. Tenía la apariencia de ser mala, pero en realidad era una mujer jovial que le gustaba parecer villana.

A mí no me intimidaba su rudeza y siempre la molestaba cuando iba a mi casa. Le jalaba el rebozo y los cabellos grises. Incluso le pintaba el vestido con mis colores. Lo malo de mis bromas es que ella me agarraba a bofetadas. Me golpeaba muy despacio, pero para una niña la bofetada de un adulto era una ofensa grandísima. No era cínica para llorar, pero cobraba venganza de inmediato.

Mi relación con ella siempre fue de broma y castigo. Ella me seguía la corriente y cuando consideraba que me propasaba, recurría a mis padres y en lengua maya les decía que era una malcriada. Sí lo era con ella, pero sólo jugaba. En el fondo la quería mucho porque, aunque sea de mala gana, me llevaba cuando se iba al mercado a comprar lo necesario para la comida del día.

En esos paseos se le ablandaba el corazón y me compraba una manzana. Lo que más recuerdo de esas excursiones es que ella caminaba muy rápido. Era una gacela y siempre me gritaba que me apurase cuando con mucho esfuerzo trataba de alcanzarla.

Gracias a ella aprendí a andar velozmente y siempre se lo dije, aunque ella se olvidó de mí. Su memoria comenzó a fallar y un día se perdió en la calle. Se le tenía que encerrar en su casa para que no salga, pero ella siempre se las ingeniaba para escapar. Al recuperar su libertad, caminaba por mucho tiempo sin destino, hasta que de repente recuperaba la memoria y llegaba a mi casa.

Le ofrecían agua y me veía con mucha curiosidad, pero ya no se acordaba de mí y de las veces que me abofeteaba o le hacía cosquillas. Un día ella también se fue y aunque le perdí perdón por las travesuras, ya no recordaba nada de mí.

A ambas mujeres perdí para siempre, pero las recuerdo en mi corazón. Recuerdo sus rostros y esas miradas suyas que reflejaban su amor a la vida. Se sentían cerca de la muerte, pero no por eso dejaron de hacer lo que más les gustaba. Siempre les agradeceré que hasta en el último momento fueron como segundas madres para mí.

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