Un misérrimo diccionario

Cuando estaba por salir de la primaria, mi hermanita menor entraba apenas a primero. Y por ser mayor –mucho mayor según mi papá–, debía cuidarla con esmero y velar por su seguridad.

Algunas veces me desesperaba la labor de guarura de infante y la mejor forma de hacerla desatinar era proferirle, al azar, palabras “raras” diccionario en mano.

–Carmen me insultó, papá, Carmen me dijo una cosa horrible… –Pues, ¿qué te dijo tu hermana? –Me dijo oriunda (gritó la niña mientras apretaba sus ojitos) –¿Oriunda de dónde? –Eso sí no lo sé, pero, ¿verdad que es horrible?

Por anécdotas como la anterior, descubrí a temprana edad el poder de las palabras y, más aún, la importancia de la entonación de lo que se dice y el preciso momento en que se hace uso de la palabra. El habla común y corriente es más fluida, espontánea, en tanto que los discursos escritos suelen ser mucho más cuidados en su estructura y tienen filtros suficientes como para aseverar que lo ahí escrito no fue aleatorio y tiene toda una intención.

Los discursos políticos de la clase gobernante cuidan especialmente cada aspecto –deben hacerlo–, cada calificativo y posibles interpretaciones genéricas. Es seguro que más de una persona interviene en la redacción del texto, pero tarde o temprano, el político que lo lee puede obviarlo en la lectura o darle su propio matiz. Por eso el mensaje reciente del presidente de la República en Sonora, me parece muy revelador de su muy estrecha visión de la historia misma –nos instó a hacer memoria de cómo estábamos hace seis años– y de la empatía ausente que le hace asumir que es irracional el descontento social.

“Yo les preguntaba, y ¿cómo poder comunicar? ¿cómo poder compartir ante la sociedad, estos avances? ¿cómo hacer posible que se asimilen los logros y podamos desterrar lo que algunos llaman este irracional enojo social?”

Tan sólo del adjetivo “irracional” la Real Academia nos dice que la primera acepción alude a que no se tiene razón, no como fundamento, sino como carencia de racionalidad, toda vez que explica que es un adjetivo aplicado a animales.

Ya no me ocupa si el presidente Peña colabora en la redacción de lo que lee –lo creo poco probable–, sino el énfasis con el cual lo ha expresado, sin hacerse responsable cabalmente de lo que dijo, pues evadió que fuese su opinión al indicar “o lo que algunos califican como el irracional enojo social”. Si eso piensan “algunos”, ¿por qué empleó ese desafortunado e inmerecido calificativo?
A la luz de graves violaciones de Derechos Humanos durante este sexenio –Tlatlaya, Ayotzinapa y Veracruz–, corrupción desbordada –Casos César Duarte, Javier Duarte, Andrés Granier, Tomás Yarrington, Casa Blanca y Estafa Maestra–, ¿cómo fue posible redactar, leer, decir que es irracional el enojo de la gente? Y eso, sin hacer la memoria de seis años que pidió el presidente Peña, ¡qué lamentable discurso! Y, por ende, qué pobre su percepción de nosotros y qué necesario tener a la mano el diccionario, que ya se puede consultar en línea para encontrar la palabra necesaria.

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