Una auténtica camisa de once varas

Cuenta el publicista Luc Dupont que, al buscar alimento, los frutos azules o morados eran rechazados por nuestros ancestros debido a que eran venenosos. De allí –sostiene el mismo autor– nuestra preferencia por anuncios de comida en los cuales predominen el café, el verde, el naranja o el rojo. Los otros colores servirán para otros aspectos, pero no precisamente para promover elementos que alimenten.

Alguna vez, si me permiten otro ejemplo, leí en no sé dónde que los hombres heterosexuales inevitablemente nos fijamos más en mujeres con caderas amplias porque el instinto nos dice que son ellas quienes tienen más oportunidades de dar a luz de manera exitosa. Por su parte, ellas analizan de una forma semejante el acné en el hombre: rechazan, al menos en una primera instancia, al varón con granitos en el rostro porque su aspecto no garantiza en el futuro vástagos saludables.

Por supuesto, dudo mucho que las relaciones amorosas sigan únicamente estos patrones primitivos. Es evidente que otros factores participan en el proceso del cortejo, pero lo que pretendo argumentar a partir de las ideas anteriores es que los seres humanos, casi de una manera involuntaria, evaluamos todo el tiempo con la mirada. No es de ahora ni de hace poco.

Es de siempre puesto que, con los años, ha demostrado ser una acción de utilidad.

Viene a cuento lo anterior (perdón por no encontrar otra muletilla) por la discusión generada por un amigo, egresado de la Universidad Autónoma de Yucatán (Uady), quien se indignó por una publicación en la cual dicha Casa de Estudios, a través del Programa Institucional de Tutorías Uady, recomendaba a sus estudiantes proyectar una imagen profesional a partir de una vestimenta adecuada, es decir, utilizando guayaberas, camisas, pantalones largos o zapatos cerrados y exhortando, por el contrario, a no usar jeans rotos, chanclas o shorts al acudir, imagino, a realizar prácticas profesionales en distintas empresas.

No obstante, algo más despertó la molestia de aquél y otros usuarios: el contenido afirmaba que “cuidar esta parte (se refiere a vestir bien) tan visible es aspecto prioritario para mantener una imagen profesional adecuada”​.

En ese sentido, simplificando sus argumentos –fueron varios y ninguno es para tomarse a la ligera– el egresado al que hago referencia sostenía que la Institución estaba equivocada al perpetuar la idea de que una “adecuada vestimenta” hace más profesional a un individuo.

Personalmente, aunque no compartí del todo el resto de la crítica realizada, la cual me es imposible abordar en su totalidad en este espacio, una idea me llamó profundamente la atención: es esencial combatir los estereotipos.

Así, es evidente que nadie es en automático un “buen profesionista” únicamente por vestir guayaberas blancas y pantalones largos con zapatos de charol, como a su vez, vestir de chanclas y pantalones no debiera ser argumento para descartar las habilidades profesionales de ningún sujeto. Sí, efectivamente hay que combatir, con más raciocinio, estos prejuicios. El mero instinto no puede ser una excusa válida en pleno siglo XXI.

No obstante, existen varios matices en esta discusión que me parece todo menos superflua: ¿Qué hacer, por ejemplo, con las empresas que establecen reglamentos que exigen ciertos patrones de vestimenta? Dejemos a un lado profesiones como policías, doctores o cocineros.

¿Qué pasa si, dueño de una agencia publicitaria, considero que conviene a mi empresa y a mis intereses que todos mis empleados vistan con camisa y pantalones largos?

¿Hasta dónde llega mi derecho a vestir como se me pegue la gana en donde se me pegue la gana? ¿Abre este combate a la discriminación la posibilidad de excesos como vestir únicamente calzoncillos y salir así a la calle? ¿Debe la Uady, volviendo al caso ya expuesto, enfrentarse a las empresas y explicarles que desea combatir estereotipos dejando a criterio de sus estudiantes cómo vestir en dichos espacios? ¿No buscó, acaso, con una muy mala elección de palabras, advertir a sus estudiantes de los actuales códigos de vestimenta en el afán de evitar que sean discriminados?

Considero que estas preguntas merecen un mayor debate y espacios más profundos de reflexión, pero acaso basta recordar que vivir en sociedad implica exigir tanto como implica ceder.

Tenerlo presente es un buen comienzo.

Por Alejandro Fitzmaurice

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