Verbos para el laberinto

Sí, ganó el lobo

Por Alejandro Fitzmaurice

 

Ni politólogo y mucho menos economista, le dejo mal si está buscando en esta entrega consejos prácticos para sobrevivir a los cuatro años que se vienen. No sé si deba cambiar a pesos sus dólares o si debe construir un refugio nuclear donde tiene la piscina.

Si me lo permite, creo que su triunfo no implica el apocalipsis que algunos pájaros de mal agüero se empeñan en pregonar, aunque sí, definitivamente, un mal escenario.

No obstante, de vuelta a mis zapatos, que son los de un profesor de Comunicación, advierto dos lecciones en la victoria del magnate que más nos valiera aprender.

La primera ya ha sido repetida hasta el cansancio: hay que reconocer de una buena vez que las encuestas pueden ser una trampa. Así, hay que replantear la utilidad de otros instrumentos para medir intenciones de voto.

Si las encuestas son fotografías –término al que tanto se alude para explicarlas– éstas pueden mostrar planos distantes, borrosos, fuera de foco. Poco importan las complejas metodologías o la selección de grandes muestras cuando la gente miente o no contesta encuestas porque no se le da la gana.

En ese sentido, si Trump ganó, entre otros factores, gracias al voto de personas blancas con pesadillas en el bolsillo en el país del sueño americano, queda claro que no tenían la incorrección política de su candidato y optaron por el silencio que desfasó todos los pronósticos.

La segunda lección es vieja, al menos en el ámbito de las teorías de la comunicación: los medios no ganan elecciones. No lo digo yo. Lo afirmaron Elihu Katz y Paul Lazarsfeld en Estados Unidos allá por los años 40, cuando investigaron para sostener que los líderes de opinión de una comunidad pueden tener una mayor influencia que cualquier mensaje en la prensa o la radio.

Evidentemente, hay muchas otras teorías, pero todas me llevan a la certeza de que la gente cree en sus prejuicios, confía en sus opiniones y sigue sus instintos en cuestiones electorales antes que hacerle caso a la televisión o al internet.

¿Es que no fueron un escándalo los comentarios sobre lo fácil que era seducir mujeres si eres famoso que presentó el Washington Post? Y olvídese de los insultos a los mexicanos y los musulmanes: ¿No se indignó medio Estados Unidos con sus burlas a los lisiados y la ocurrencia de decir que podría dispararle a alguien en la calle y seguir siendo popular?

Aquí también cuenta que seguimos una campaña a través de medios que nos mostraron una sola cara de la moneda: la de Hillary Clinton y su arrollador crecimiento frente a una mala broma que representaba al Partido Republicano.

La objetividad es imposible, pero tendríamos todos que habernos esmerado por hurgar en todos los escenarios, incluso aquellos donde Trump era el líder que Estados Unidos esperaba. Nos hipnotizamos con la novela de una mujer, demócrata y vestida de rojo, que al final vence al lobo azul y republicano.

Es ahora cuando volvemos a entender que la política no suele ofrecer finales felices.

Cabo suelto: Yo no sé hasta donde todas estas ideas son mías. Por ello, la honestidad intelectual me obliga a reconocer las aportaciones –voluntarias o involuntarias– de Carlos Pérez, Sergio Aguilar, Juan Pablo Galicia, Luis Castrillón y Mario Ovies. Todos sus comentarios en redes sociales fueron esenciales para entender el shock del martes. Gracias a todos.

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