Yucatán también ha enfrentado otras pandemias en su historia

La fiebre amarilla y la gripe española, en 1825 y 1918, respectivamente, sembraron terror y muerte entre la población yucateca, además de que ocasionaron la muerte de miles de ciudadanos de aquellas épocas.

Así como en estos momentos nos está pegando con tubo la pandemia actual del COVID-19, en 1918, hace poco más de 100 años era la gripe española la que estaba ocasionando terror entre la población yucateca. En la segunda quincena de octubre de aquel año, en el pueblo de Seyé, ya se contabilizaban 30 muertos, mientras que en Cenotillo ya se reportaban otros 10, lo que a final de cuentas originó que se  desesperara mucha gente y acudiera a solicitar medicamentos a la vecina Villa de Espita.

En esa época, se utilizaba la “creolina” para el combate de esta enfermedad, que hoy se conoce como influenza, y que se caracteriza por ocasionar, además de fiebre, una insuficiencia respiratoria que dejaba a los enfermos con el rostro en color azul.

También ocasionaba vómitos y sangrado nasal, lo que hacía que la gente se ahogara con sus propios fluidos, algo similar a lo que ocurría con la fiebre amarilla, que desde la época precolombina sufrían los mayas.

El brote epidémico de la fiebre amarilla, el de 1648, fue descrito por Fray Diego López Cogolludo en la “Historia de Yucatán”, escrita en 1688, y en la que como antecedente se menciona que a principios de marzo, por espacio de algunos días se vio el sol como eclipsado, y que el aire era tan espeso que parecía una niebla o humo muy condensado, y que los indios ancianos identificaban como señal de gran mortandad. Poco después, en Mérida se sentía mal olor, que apenas se podía tolerar y que resultó ser una montaña de peces muertos que recalaron del mar.

El inicio de este brote epidémico, cita el Dr. Gongora Biachi, al parecer ocurrió a finales de junio en la villa de Campeche y se intensificó en breves días, y a pesar de que se cerraron los caminos para evitar la comunicación del contagio, esto no fue posible.

A fines de julio, en Mérida, comenzaron a enfermar algunas personas que morían muy brevemente y en agosto la magnitud de la pandemia era tal que afectó a grandes, pequeños, ricos y pobres. López Cogoyudo describe como parte de la sintomatología un intenso dolor de cabeza y de todos los huesos del cuerpo al grado que daba la sensación de que una prensa los oprimía. Tras el dolor llegaba la calentura, que a algunos ocasionaba delirios e incluso presentaban vómitos de sangre como podrida. De estos muy pocos quedaron vivos, a otros les daba flujo de vientre de humor colérico que corrompido ocasionaba disentería.

En menos de 8 días, casi toda la ciudad estaba enferma, murieron muchos de los ciudadanos de más nombre y autoridad, por lo que se trajo la imagen de Nuestra Señora de Izamal para celebrarle un novenario de festividad con la solemnidad posible.

La historia natural de la enfermedad y quizá el estado inmunológico de la población de esa época hizo que la mortandad no fuera total, a este hecho fue atribuido un milagro y ocasionó que se emitiera el 19 de agosto de 1648 un decreto en el que se le nombra patrona y abogada contra las pestes y enfermedades presentes y futuras.

La epidemia predominó en la región por un lapso de dos años y su efecto fue tan devastador, que la actividad milpera colapsó y en 1650 hubo hambruna y las comunidades fueron despobladas al huir los mayas a zonas selváticas o a la costa.

La Fiebre amarilla persistió en el Yucatán del siglo XIX. De 1825 a 1830 se reportaron incrementos en el número de casos y para 1858, la enfermedad se consideraba endémicamente importante.

En 1905, 1906 y posteriormente en 1911 hubo nuevos brotes epidémicos de Fiebre amarilla, principalmente en Mérida, hasta que se realizó una campaña de control del Aedes aegypti.

Texto: Manuel Pool

Foto: Cortesía

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