Por Marcial Méndez
Sería incorrecto afirmar que todo el debate que ha surgido en torno al incendio de Notre Dame se debe a ese mismo hecho. Más bien, la polémica se desató a raíz de las prontas donaciones que empezaron a ofrecerse para su reconstrucción. Esto, sumado a las lamentaciones en redes sociales respecto a lo ocurrido, propició una especie de indignación debido al supuestamente desproporcionado valor que se le estaba otorgando a un mero edificio en comparación con otras problemáticas de mayor envergadura como el ecocidio y la pobreza.
El debate es delicado, pero así como es cierto que las situaciones recién mencionadas no deben ser ignoradas, me parece que lo mismo aplica para lo acontecido en la catedral. Si bien el cuestionamiento de las prioridades de los donadores millonarios de Notre Dame es razonable, no lo es la postura reduccionista que algunos han tomado respecto al edificio. Contrario a lo que se ha llegado a afirmar, las construcciones valen mucho más que sus meros materiales.
Jamás he estado en Notre Dame, no tengo ningún vinculo emocional con el edificio y no pretendo aparentar que tengo más que un vago conocimiento respecto a su valor histórico y cultural. No me golpeó el que se dañara y, sin embargo, reconozco la tragedia porque sí que me ha dolido ver a los edificios en los que he crecido cambiar, decaer y hasta desaparecer.
La comparación podrá resultar risible, pero entiendo el porqué hay quienes lamentan el incendio de la catedral porque yo mismo lloraría si mañana se me derrumbara la Gran Plaza. Será “kitsch”, estará pasada de moda, pero dentro de sus paredes residen incontables memorias con gente que estuvo y ya no está, amigos que se fueron, compañeros que permanecen. Recuerdo conversaciones melosas que he tenido con mi novia en su food court, despedirme de un buen amigo frente a la Comercial Mexicana (ahora Soriana), ventas nocturnas en el Sears con mi familia e incontables momentos chuscos ahí pasados con mis cuates los viernes después de la escuela. Podría listar más, entrar a detalle, pero los límites de tamaño de esta columna no lo permiten.
El punto es que ese edificio guarda dentro de sí incontables recuerdos, invaluables para sus poseyentes. No dudo que, como yo, haya muchos que, caminando por sus pasillos, rememoren tal o cual anécdota conforme pasan por los espacios en los que aquellas se forjaron. Nadie que no haya estado ahí y pasado por algo similar podrá entender pero, para quien sí lo hizo, esa experiencia de revivir lo acontecido no tiene precio.
Pocos edificios duran. A diferencia de la famosa catedral, dudo mucho que la Gran Plaza siga en pie a uno o más siglos de su construcción. De hecho, veo muy factible que desaparezca mientras yo aún viva y esa posibilidad me inquieta porque, si se esfuma la Gran Plaza, se esfuma también una evidencia tangible de parte de mi historia, la de muchos, la de la ciudad. Teniendo aquel centro comercial apenas veintitantos años de edad, no puedo más que imaginar la cantidad de historia, memoria y significado que Notre Dame alberga y, por ello mismo, lamento lo ocurrido y espero que se mantenga en pie por tanto tiempo como se pueda.
Pocos edificios duran, pero me alegra saber que al menos algunos lo hacen, acumulando y testimoniando historias que, sin ellos, sería más sencillo olvidar.