Editorial de Peninsular Punto Medio

Si usted tiene niños en casa, sabe de antemano que estas personitas son la alegría del hogar y que ayudan a los adultos a olvidar ese mundo competitivo y que exige todos los días resultados sin importarle la persona. Digamos que ellos nos hacen recordar que la vida a veces tiene muchos matices que nosotros olvidamos o que simplemente pasamos sin advertir de ellos.

Su inocencia y la pureza del mundo en el que viven tiene la capacidad de limpiar nuestras almas y hace que de repente queramos volver a esa etapa en la que nada de lo que hay afuera importaba más que los árboles a los que podíamos subirnos o esa lluvia vespertina en la que solíamos bañarnos, sin importar el regaño que nos pudieran dar en nuestras casas.

Y qué decir de sus pláticas que para nosotros parece no tener sentido hoy en día, pero que sí lo tiene en sus cabecitas que no advierten la maldad, el engaño o la soberbia. Si prestáramos un poco de atención, quizás podríamos escuchar lo mismo que ellos y descubrir que esa avería del vehículo, la deuda con el banco, el reporte mal entregado, o cualquier otro problema de adulto, no tiene en realidad la relevancia que nosotros le damos.

Pero el mundo quiere embarrar poco a poco ese país de ilusiones y pureza en el que viven los niños con su inmundicia, su codicia y su perfidia. Hay que defender la pureza de su risa y procurar que esta etapa de su vida siga siendo de colores y con sabor a miel y algodones de azúcar.

Es más, nosotros deberíamos de vivir un poco más de su mundo, y no tratarlos de traer al nuestro. Dejémosles ser niños la mayor parte del tiempo posible…

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