El ejercicio espiritual

Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com

Hay un libro que estoy leyendo precisamente ahora (“Una vida heroica para cambiar el mundo”; Edit. Salterrae. España, 2015) que me ha invitado a reflexionar sobre la situación actual del mundo. El texto hace referencia ya desde sus primeras páginas a la obra de san Ignacio de Loyola, que en el siglo XVI (época del Humanismo Renacentista) fundó la “Compañía de Jesús”, dando lugar al grupo de monjes conocidos como los “jesuitas”.

Mi interés en el texto de Chris Lowey (jesuita contemporáneo) se debe a sus juicios moderados (no ausentes de su educación teológica) sobre el mundo y sus cambios, sobre la vida y la existencia que cada día se reinventa para ser otra. ¿Mejor o peor? esa es precisamente la pregunta en el análisis de Lowey.

Su cita de “Los ejercicios espirituales” de san Ignacio de Loyola dan lugar a su juicio sobre la necesidad de redescubrir o cambiar lo mundano por lo espiritual. La defensa de una vida valorada en lo material y nuestra necesidad última (sobre todo llegada la vejez) de encontrar el verdadero sentido de la vida para sentirnos en paz.

No hay nada más triste que sentir (y saber) que nuestra vida (la que sea) no tiene sentido, que nunca lo tuvo ni lo tendrá. Que a pesar de lo que tenemos y somos en la escala social, profesional o económica, nos sentimos perdidos y solos ante una vida más ansiosa y perturbada que generosa y en paz. El sentirnos más espirituales nos permite la capacidad, el humor y el carácter de ser firmes en nuestra tranquilidad.

“Toda la redondez del mundo –dice Loyola- plagada de hombres en tanta diversidad, así en vestido como en gestos; unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos y otros enfermos, unos naciendo, otros muriendo. ¿Qué pensará Dios?”.

La reflexión de Loyola simplemente nos sitúa en la realidad del contexto del mundo, sea aquel del siglo XVI o el nuestro. Aún después de quinientos años la situación humana no ha cambiado, tal y como él la describe. El mundo aunque se mueve, como postuló Galileo, es el mismo y es otro; el mismo en su esencia cosmológica y celeste, pero otro en su cronología antropológica y social del tiempo.

La espiritualidad de la que habla Loyola en el sentido religioso del término, también ya es otra en nuestro tiempo. Hoy lo espiritual no solo lo entendemos en ese sentido de recogimiento de fe. Hoy también una actitud o conducta de lo espiritual (dicen los estoicos), yace en la base de la serenidad del pensamiento y la tranquilidad de la mente.

Aunque el espíritu también se manifiesta en aquella virtud o potestad para hacer bien algo, en el estoicismo y carácter, en la fuerza de voluntad y de ánimo que determinan la actitud de una persona. De tal manera que hacer algo con espíritu es hacer algo con voluntad y entusiasmo, con la mayor gracia que Dios depositó en nosotros: ¡su espíritu!

Y sin embargo la esencia del término se refiere a lo que Loyola piensa; a la idea de excluir o separar la parte mundana o material de lo espiritual. A la necesidad de vivir más de nuestra esencia: el soplo de vida de nuestro creador. Ser más espirituales en este sentido, es ser más como Dios espera que seamos, manteniendo en ese sentido la pureza de nuestro ser.

Pero tampoco hay que confundir la espiritualidad con la sumisión, con la humillación personal de nuestra propia capacidad, como piensan algunas iglesias y credos, llamando soberbia a la parte humana del mundo. Un mundo que también Dios mismo creó para que domináramos sobre él y no que fuéramos sometidos por él. Hay que entender que el mundo es la casa de nuestro cuerpo (¿por qué despreciarlo?), y el cuerpo la casa de nuestro espíritu.

El espíritu de Dios es la energía vital que nos permite la vida, el ímpetu, el valor, el soplo convertido en lo más noble que tenemos de Él. Ser espirituales (ejercitar la espiritualidad) no solo se refiere al acto de ser convocados para participar en una labor religiosa o de recogimiento, sino de exaltar con virtud y alegría la mejor gracia que tenemos de Dios: ¡la vida!

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