El Irlandés: del entretenimiento al desafío

La cinta de Martin Scorsese, casi ignorada por la crítica, no es para todos. Y eso es motivo de celebración, puesto que la valida como un ejemplo sobreviviente de la olvidada, pero vital actitud de ver y pensar en el cine

El 21 de septiembre de 2018 fui invitado a una mesa panel en el Gran Museo del Mundo Maya con diversos representantes de las artes y la cultura. Cuando llegó mi turno de hablar, procedí a leer un ensayo de mi autoría titulado “Las Razones de Una Pasión: ¿Por qué y cómo “amamos” al cine?”. En él expliqué, básicamente, mi argumento personal de que la “cinefilia” que tantos gustan de presumir no sirve ni significa nada en ausencia de la más mínima perspectiva crítica. Asimismo, di a entender que nuestras innumerables alternativas actuales para consumir cine nos han hecho excesivamente autoindulgentes en nuestra relación con el mismo; hasta el punto de ya no tomarlo en serio más que como una exclusiva herramienta de ocio. Las reacciones hostiles no tardaron en manifestarse. Ciertamente, no era una opinión popular. Sin embargo, jamás tuve la intención de ganar puntos de popularidad. Solo intentaba describir una realidad de la manera más honesta que me fuese posible.

“El Irlandés” (The Irishman, 2019), nuevo largometraje de Martin Scorsese, se encuentra disponible en Netflix tras una fugaz temporada en salas independientes. Por desgracia, a duras penas he leído o escuchado que alguien se tome la molestia de discutir las actuaciones principales, la fotografía de Rodrigo Prieto, la edición a cargo de Thelma Shoonmaker, o los pros y los contras del controvertido proceso digital utilizado para rejuvenecer a sus protagonistas. Porque pareciera que de lo único que vale la pena hablar (o vociferar) es la inocua y a la vez presuntamente imperdonable noticia de que al director italoamericano de 77 años no le gustan las películas de Marvel. Bastó con un comentario inocente en una entrevista del mes pasado para que la reputación de uno de los realizadores más influyentes de las últimas cuatro décadas se viese injustamente reducida a la de un abuelito gruñón y snob quejándose de que ya nada es como solía ser. A su manera, Scorsese descubrió también que, lejos de una virtud, la candidez es actualmente un lujo por el cual existe un precio alto a pagar.

Quizás peco de arrogante al pretender comparar mis insignificantes quince minutos de infamia local con las semanas de acoso mediático a las que una figura pública como el Sr. Scorsese ha tenido que resignarse. No obstante, asumo la responsabilidad de dicha arrogancia en aras de aprovechar la oportunidad que “El Irlandés” y las reacciones que ha estado suscitando me brindan para rescatar el punto que tanto me esmeré por desarrollar en aquella mesa panel. Sobre todo, cuando entre las escasas opiniones sobre la película propiamente dicha, el Tribunal Supremo en la República del Twitter no da señales de contar con suficientes caracteres (ya ni siquiera digamos neuronas) para concebir veredictos libres de cómodos y simplistas calificativos como “larga”, “lenta” y “sin acción”.

Atendemos una descalificación a la vez. No intentaré negarlo; “El Irlandés” es, efectivamente, larga. Doscientos nueve minutos (tres horas y media), queriendo ser más exactos. Algunos afirman que lo anterior la hace ideal para las plataformas digitales. Después de todo, ¿qué mejor manera hay de disfrutar algo tan extenso que intercalándolo con todas las pausas intermitentes que mi ajetreado ritmo de vida (el cual, en muchos casos, es únicamente tan ajetreado como yo así lo determine) me haga considerar necesarias? ¿Para qué sentarme a poner atención de corrido si puedo retomarla cuando pueda y quiera? Una postura bastante comprensible. Excepto que me pregunto si quienes sostienen tal filosofía estarían dispuestos a validarla en igualdad de condiciones si se tratase de “Avengers: Endgame” (2019), alguna de las pertenecientes a la trilogía de “El Hobbit” (2012-2014), o cualquier otro blockbuster con prácticamente la misma extensión. Seamos sinceros: ¿Hablamos realmente de una cuestión de duración o de meras preferencias? ¿Cuántos tendrán el valor de reconocer que la razón por la cual uno es más digno de su concentración ininterrumpida que otro se debe a que prefieren una vejiga inflamada con Robert Downey Jr. antes que con Robert De Niro?

“Lenta”. Reduccionismo en gran parte perpetrado por quienes lloran la ausencia de musicalización trepidante, montaje furioso y derramamiento de sangre estilizado antaño tan comunes en “Buenos Muchachos” (Goodfellas, 1990). Puede que no hayan recibido el memorándum con el detalle de que Scorsese tenía cuarenta y siete años cuando realizó aquel filme, y que, por consiguiente, el tiempo se ha encargado de modificar de un modo u otro la forma en que percibía ciertas cosas durante sus días mozos. O, más importante aún, de que se trata de una historia contada en primera persona por un hombre en el invierno de su existencia, en este caso el matón a sueldo Frank Sheeran (De Niro), mirando atrás los eventos significativos de su pasado; incluyendo su participación en la desaparición del líder sindical Jimmy Hoffa (Al Pacino, dando uso eficiente a su tendencia a sobreactuar). Pero tal vez la evidencia más contundente de no haber visto realmente la película, de no haber invertido ni un misero esfuerzo en juzgarla de acuerdo sus propios términos, es salir de ella sin comprender que es “lenta” a la manera de alguien que se detiene a oler las rosas y a saborear el tiempo que le queda disponible y no a la de quien lo desperdicia. Anthony Lane quizás le haya otorgado en su reseña para “The New Yorker” el mejor de los elogios al describirla como equivalente a “Fresas Silvestres” (1954) de Ingmar Bergman, pero con pistolas. Lo que llamamos “lentitud” muchas veces no resulta ser más que sentido de la introspección. Y es esto último lo que “El Irlandés” tiene para dar y prestar.

Finalmente; ¿qué queremos decir con que “no tiene acción”? Hay más “acción” en “El Irlandés” de la que se podría imaginar. Y no hablo de estrangulamientos ni de disparos en la cabeza. Arrojar un revolver al río por cada vida humana que se cobra es una acción. Apañar una elección presidencial con ayuda del crimen organizado es otra acción. Llamar por teléfono a la esposa de tu mejor amigo tras asesinarlo a sangre fría es una enorme y trágica acción. En ese sentido, las películas son como las palabras. Mientras más de ellas conocemos, más formas tenemos para leerlas y entenderlas.

“El Irlandés” no es para todos. Y eso es motivo de celebración, puesto que la valida como un ejemplo sobreviviente de la olvidada pero vital actitud de ver y pensar en el cine como una invitación no solo al entretenimiento, sino también a un desafío. Al desafío del compromiso de nuestros sentidos con lo que la película nos dice y con cómo lo dice. De renunciar a la zona de confort de nuestros gustos personales. De tomar un riesgo con nuestro tiempo libre. De animarse a dar un pequeño salto de fe por el cual Scorsese y muchos otros estaremos siempre listos a mostrar la otra mejilla a los filisteos.

Texto: Manuel Alejandro Escoffié Duarte
Fotos: Cortesía

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