El precio de la realidad

Por María de la Lama

Quiero retar la idea de que la verdad es evidente. De que no podemos evitar ver la verdad cuando se nos muestra. Desde cierto ángulo no parece un reto difícil: no es original hablar de mentes obtusas, “cerradas”, que ven lo que quieren ver. Pero lo que yo digo es más controversial: que, como regla general, todos solemos creer lo que queremos creer.

Hay algo que suena anti-intuitivo de esto. Y es que las creencias no se sienten como decisiones: cuando veo una manzana roja y creo que es roja, no percibo una elección: no siento que escoja creer que es roja. Parece que la evidencia me obliga a creerlo, quiera o no. ¿Cómo encajar nuestra intuición de que “cada quién cree lo que quiere creer” con nuestra intuición de que la evidencia nos obliga a aceptar ciertas creencias? ¿Son intuiciones irreconciliables?

El economista Bryan Caplan en su libro “El mito del votante racional”, formula un marco teórico para explicar cómo podrían explicarse esas intuiciones. Caplan sostiene  que tenemos “preferencias sobre creencias” (preferences over beliefs), con las que se puede modelar una “curva de demanda de creencias”, que señalaría qué tanto estaríamos dispuestos a pagar por cada creencia. La idea es que ciertas creencias tienen beneficios psicológicos, sean verdaderas o no. Por ejemplo, la creencia de que soy inmune a las tragedias sería reconfortante. Por lo tanto, si fuera gratis adoptar esa creencia, lo haría. Sin embargo, dice Caplan, las creencias tienen costos. Si creo que soy inmune a las tragedias no haré un esfuerzo por protegerme, por prevenir tragedias, y hay más probabilidad de que me sucedan. Ese costo de esta creencia es mayor a su beneficio psicológico; por lo tanto, no la adopto. Este marco teórico, la curva de demanda de creencias, es radical, pero me parece muy plausible. Costos pueden significar muchas cosas: los costos materiales de creer que voy a ganar al poker, los costos sociales de creer que mi abuelo sigue vivo o de que mi manzana es azul (me van a creer una loca), o los costos psicológicos de aceptar que soy egoísta y floja o que la ideología que he creído toda mi vida es falsa.

Caplan no dice que nosotros hagamos este proceso, sopesemos costos y elijamos creencias, de forma consciente. Pero hay mucha evidencia empírica que sugiere que la percepción está íntimamente ligada con procesos de elección racional, que implica medición de costos. La Teoría de Detección de Señales, que es un marco teórico para estudiar, evaluar y perfeccionar sistemas de percepción (que pueden ser desde computadoras hasta personas) ha descubierto que constantemente cambiamos nuestros criterios de percepción en función a cálculos costo-beneficio.

Creo que esta forma de pensar en la relación entre creencias, evidencia y sesgo egoísta es potente (por plausible) y preocupante. De acercarse a la verdad, las implicaciones serían enormes. Una, la que señala Caplan en su libro, es que las opiniones sobre política son poco confiables, porque el costo para cada individuo de ir contra la evidencia es muy bajo (el costo potencial de estar equivocado, de por sí pequeño porque es poco probable que mi voto u opinión cambien algo, se externaliza [no lo pago solo, sino que el costo se reparte entre todos] y por lo tanto me sale casi gratis tener una creencia falsa pero reconfortante). Pero el concepto de “preferencias sobre creencias” abarca muchos más ámbitos y problemas. Esta teoría explica, no solo el dogmatismo en política, sino también el dogmatismo en general; en especial en las áreas más teóricas de la academia, como la filosofía.

Si tuviera que aterrizar en aforismos las implicaciones de esta teoría, diría lo siguiente: Si alguien está sentimentalmente apegado a una idea, desconfía. Si una idea le conviene al que la sostiene, desconfía. Y si una idea es gratis, desconfía. Y eso aplica también para tus ideas. La realidad solo es un costo más.

 

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