El terror es política

Por Sergio Aguilar

De todos los géneros de cine, no hay alguno que no haya sido más atacado, restringido, burlado, rebajado y mal visto como el cine de terror (con la muy honrosa excepción de la pornografía, por supuesto, de la que nos ocuparemos en otra ocasión).

El cine de terror carga con el estigma de generar disfrute en depravados, degenerados, en personas que han perdido el rumbo de la decencia, o por lo menos, del buen gusto.

En realidad, el cine de terror supone un proceso catártico, en el que, como Julia Kristeva lo entendía, debíamos de aprovechar la oportunidad de juntarnos con aquello que nos disgusta precisamente porque es un poner a prueba nuestros propios prejuicios, nuestras ideas pre-establecidas del mundo. El cine de terror nos demuestra que el modo en que la vida sigue su curso no es estable o eterno, sino que puede cambiar, de un segundo a otro, para siempre.

En este cambio es donde se halla nuestro interés por ser más allá de nosotros mismos. Nuestro paso por el mundo no es sólo lo que somos, o de dónde venimos, sino también, y más importante, lo que hacemos para cambiar lo que somos y de dónde venimos, para bien y para mal. Los personajes del terror, héroes y villanos, luchan por conseguir precisamente ese cambio.

Entonces, lo que distingue a los héroes y villanos del terror no es su fealdad o monstruosidad, sino su apego a una ética inamovible. Frankenstein no es un villano, por más horrible que sea verle. Los villanos son aquellos aldeanos que lo asesinan porque supone un estorbo al modo en que ellos conciben lo que es “ser natural” o “normal”.

El monstruo es aquél que no se conforma con la normalidad, sino que trata siempre de cambiar las coordenadas de su vida, y con ella, de la vida social. Es por esto que una película de terror puede ser no sólo una experiencia estética muy dura, sino también una experiencia política trascendental.

No hay experiencia estética sin experiencia política. Todo arte siempre es político, aunque no quiera, aunque no lo sea explícitamente, aunque esté dirigido a un público infantil o pretenda ser abstracto y ambiguo. Está en la experiencia política de su producción, de su distribución, de su exhibición y de su “consumo” (precisamente esa palabra refleja la experiencia política). Es muy cómodo para el poder pretender un arte con sólo las aspiraciones estéticas del artista individual: se trata de tapar la dimensión colectiva de todo acto individual.

Ver cine de terror puede convertirse, entonces, un acto de subversión política.

 

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