Entre el cuerpo y el alma (II)

Por Mario Barghomz

Como sabemos, todo cuerpo humano tiene un período de vida (largo o corto) determinado en la vida molecular de sus cromosomas, de desarrollo y proceso en la naturaleza propia de su ADN. Nuestro cuerpo trasciende, cambia, resiste y se mantiene en su desarrollo de vida (bien o mal) dependiendo de su propia circunstancia. En este sentido y sumando cada factor externo, ambiental o social; un cuerpo humano llegará a ser longevo (ochenta, noventa o cien años…) o no.

Cada cuerpo puede presentar cambios radicales en su salud dependiendo de sus conflictos, alterando su sistema inmunológico en su capacidad de resistencia. Hoy entendemos que no solo es el alimento vegetal o animal lo que hace que un cuerpo se mantenga sano y vigente, sino todo aquello que lo determina en sus demás funciones de vida: el buen alimento espiritual y emocional, los sentimientos, el afecto, su necesidad social y de vínculos filiales y parentales, el ejercicio terapéutico y el buen descanso.

Y aunque un cuerpo llegue a una edad mayor, si su longevidad no está bien, si ésta no es productiva y buena, sana y óptima, si en lugar de adaptarse, con el tiempo y la edad simplemente envejece, de poco o nada servirá en su presente miserable. La edad mayor de un cuerpo humano no tiene porqué ser decadente, sino útil y plena.

La edad como virtud de un cuerpo humano puede ser análoga a la gracia y valor de un aparato tecnológico, que dependiendo del cuidado y la atención que se le dé, permanecerá con nosotros más allá de su tiempo estimado de garantía, y si a éste se le pueden adaptar o vincular sistemas de última generación, su longevidad y permanencia con nosotros, será simplemente extraordinaria.

Nuestro cuerpo humano es un sistema operativo (Descartes lo describe como una máquina perfecta) con un propio sentido homeostático de supervivencia, es decir, de armonía y equilibrio entre todos y cada uno de sus órganos que lo componen y sus sistemas óseo, muscular, endocrino, linfático, respiratorio y nervioso.

El cuerpo no suele hacer nada si antes no pone en contacto al delicado entramado de su red sistémica, tanto para aquello que puede ser un síntoma leve (un dolor de espalda o de cabeza), como el desarrollo inminente de una enfermedad degenerativa o crónica como la diabetes, el Alzheimer, el Párkinson o el cáncer.

Algunos tipos de cáncer, por ejemplo, se manifiestan luego de que el sistema inmunológico de un cuerpo se vuelve incapaz de bloquear o disuadir las células anormales que atacan sus órganos. El cáncer está principalmente ligado a emociones que durante la vida se han inhibido por mucho tiempo, a un viejo conflicto interior de la persona: culpabilidad, pena, rencor, tensión, odio, confusión, desesperación y rechazo (quizá de sí mismo). En muchos sentidos puede ser demasiada tristeza y melancolía; emociones que se arraigan con el tiempo al cuerpo y en determinado momento, estallan. Cada cáncer tiene una historia propia, no sólo genética; y éste puede irrumpir después del dolor de un divorcio difícil, la muerte de un ser querido, la pérdida de un empleo o la presencia de un conflicto que debilite la capacidad natural de nuestras células para mantenerse sanas y con vida.

Pero dentro del terreno emocional y atendiendo a las emociones en su relación con el cuerpo, para sanar o para no enfermar, escribe Antoni Munné (El amanecer del cuerpo; Paidós. Barcelona, 2007) no es suficiente con las buenas intenciones, con la fe, con la fuerza mental, con la voluntad o con la disciplina. No es posible –dice Munné- derribar las múltiples defensas puestas en vanguardia para salvaguardar la fortaleza que retienen los traumas de un cuerpo herido. Hay que tocar el músculo (el cuerpo) para llegar al núcleo y su maraña de conflictos convertidos en traumas. Hay que hacerlo a través del tacto, el respeto, la paciencia, el perdón, la observación y la autoestima.

Y si al final de la vida humana, alma y cuerpo no estarán juntos después de muerta la materia, será porque en su naturaleza intrínseca Dios así lo dispuso en su creación perfecta; terminado su tiempo de vida habrá terminado también su relación divina en la tierra. Lo demás será lo eterno.

 

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