La conferencia eterna

Por Eduardo Ancona

Toda la carrera política de Andrés Manuel López Obrador ha estado plagada de una relación constante, casi enfermiza, con la prensa. Desde su época en la política tabasqueña y tras su mediática derrota por la gubernatura del estado contra Roberto Madrazo, AMLO se ha mantenido siempre en el primer circulo de la información en México. Esto se acrecentó con su salto a la política nacional y alcanzó un punto cumbre, que no ha terminado, a partir del intento de desafuero de 2005. Para ello ha utilizado muchas herramientas, una de ellas la conferencia mañanera. Desde sus años como Jefe de Gobierno del Distrito Federal, durante sus tres campañas presidenciales — más en unas que otras — y ahora en la Presidencia, ha implementado esta estrategia.

Creo que las conferencias mañaneras no son un instrumento necesariamente malo o poco efectivo. Más bien, su efectividad está atada no al emisor —no puedo pensar en otro político mexicano que tenga la capacidad de hacer y aguantar algo semejante —, sino del papel que este juega al momento de utilizarlas. Me explico. Para el López Obrador opositor las conferencias mañaneras son oro molido: durante sus largos años en la oposición el político estridente, dicharachero y permanentemente crítico del Gobierno Federal en turno encontró en el contacto intenso con los medios la caja de resonancia perfecta para masificar su mensaje, fortalecer su imagen de opositor y eventual candidato presidencial y posicionar temas en la agenda.

Sin embargo, para el AMLO Presidente las conferencias mañaneras están resultando ser material radioactivo. En la medida en que la realidad se imponga al plan del gobierno federal — como ocurrió en Culiacán hace dos semanas— los periodistas serios harán su trabajo y cuestionarán con todo el rigor necesario al Presidente y al gabinete todas las mañanas. El formato de las conferencias y la propia personalidad del Presidente crean un cóctel motolov. A finales de la semana pasada vimos una muestra: el Presidente siendo interpelado casi a gritos por un reportero, discutiendo insistentemente con él, evadiendo la pregunta legítima que éste le hizo y terminando por atacar al medio del que venía. Seis años es una suspiro si se quiere transformar al país; y una eternidad si se quiere salir bien librado en la historia. Si López Obrador quiere hacer ambas tiene que frenar, por principio de cuentas, esta sobreexposición que, para efectos de sus objetivos, se ha vuelto un caos.

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