La muerte

Por Mario Barghomz

La muerte siempre ha sido para la filosofía una de sus tareas fundamentales. Así como el amor, la vida, la justicia, Dios y la libertad; la muerte sigue siendo una tarea filosófica, un acontecimiento que acompaña a lo humano desde su nacimiento, un misterio, un enigma. Filósofos como Platón, Heidegger, Marco Aurelio y Schopenhauer apenas son algunos que se destacan y que se han dedicado a la tarea de hablar de ella, de filosofar al respecto.

¿Pero cómo entender algo tan abstracto, tan metafísico? Cómo entender el enigma de un acontecimiento por lo regular tan desgarrador, tan triste, tan inaceptable aun cuando la desdicha del dolor sea tanta, que la muerte sigue siendo la mejor salida posible para una vida donde ya no hay nada que hacer.

La muerte es la mejor redención de los desencantados, de los desolados, de los enfermos y las almas perdidas. Es la redentora de aquellos que en su vida nunca encontraron paz, un mejor gusto por la armonía de su existencia y se sintieron siempre desafortunados. Pero la diferencia entre la muerte redentora y la “mala muerte” será siempre significativa. La mala muerte es la muerte que nadie quiere; se presenta siempre atroz, inesperada, indeseable y dolorosa.

La muerte para algunos (y solo para algunos) es, o fue quizá la mejor manera de escapar de su dolor, de su angustia, de su mal destino, de no vivir aquello que siempre soñaron pero nunca pudieron realizar, de los suicidas que prefieren huir antes que enfrentar los dilemas de su propia alma.

La muerte debería ser el placer más digno después de haber llevado a cabo una vida completa y realizada; el descanso, la certeza de haber cumplido y de haber vivido en gracia con cada idea y cada tarea llevada a cabo. La confianza plena de que no hay más qué hacer en el entendido de un tiempo ya suficiente y agotado.

La muerte del “buen moribundo” debe ser aquella que finalmente lo guíe ante las puertas de la morada de Dios; a la vida eterna donde su alma será entonces siempre espíritu. La muerte, estemos seguros, es lo mejor que le puede pasar a un enfermo terminal, a quien ya no posee un cuerpo que le responda y la edad sea también suficiente para desear más lo espiritual que lo mundano, la casa eterna de Dios antes que cualquier otra casa en el mundo.

La buena muerte siempre será aquella necesaria, la que aparece cuando ya no hay nada que hacer o se presenta siempre oportuna para acabar con un gran dolor. Es ésta la muerte que a veces se invoca y que aparece como una bendición. La que no se lamenta sino se agradece. Esa a la que yo alguna vez tuve que suplicar su presencia para que se llevara a mi madre en medio de tanta agonía. La buena muerte siempre será bienvenida porque cuando ha recogido al moribundo todo en su entorno regresa a la calma, a la paz y la serenidad solo posibles luego del llanto y el dolor.

La muerte de los niños y los más jóvenes sigue siendo un dilema. Aunque no mueran de mala muerte, un accidente o una enfermedad genética autoinmune, nunca debería suceder. Pero es un misterio fuera de toda lógica y todo posible criterio, aceptación o entendimiento humano.

La muerte y la vida se parecen. La una no puede estar sin la otra. La vida natural se alimenta y nutre de la muerte, de lo que antes estaba vivo. Lo llamamos ciclo vital. Los vivos vienen de los muertos, dice Platón para sostener uno de sus más enigmáticos discursos. Y la física molecular actual corrobora esta filosofía que para el caso concreto de la ciencia, no es metafísica sino dialéctica.

Y nosotros sabemos también hoy que no hay vida sin muerte. Basta ver en la naturaleza como en cada ciclo natural reproductivo, luego de morir durante el invierno regresa siempre durante la primavera. Lo que estaba muerto siempre regresa a la vida. La mejor analogía es la concepción y el nacimiento de un niño, y cómo luego de que sus padres y abuelos han envejecido, será él dentro de su ciclo natural humano quien vuelva a proveer la vida. El eterno retorno decía Federico Nietzsche.

No entendamos pues a la muerte como algo inédito o ajeno, sino como el equilibrio necesario de toda vida humana.

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