Las cartas de un decadente

Jhonny Eyder Euán
jhonny_ee@hotmail.com

Para la gente del pueblo fue imperdonable lo que sucedió. Era una ofensa grandísima que en su narices haya alguien capaz de quitarles la paz. La vigilancia aumentó y ya nadie podía entrar a la comunidad sin decir a qué iba.

Así de rudas se pusieron las cosas desde que comenzó la ola de robos. El colmo fue la noche cuando, además de atraco, hubo un asesinato. Un labrador se entrometió en el robo y terminó tumbado con el cuello cortado. El alboroto fue de proporciones mayúsculas. Lo que más escandalizó a los vecinos fue el asesinato del can que nada pudo hacer ante la osadía delictiva.

Los dueños de la casa fueron quienes más insistieron en que haya justicia para Laura, su difunta amiga canina. Fue tanta la indignación por su pérdida que minimizaron el hecho de que a su hijo le haya hurtado, además de su bicicleta, su mochila de la escuela llena de libretas y libros de texto. Este detalle fue pieza clave en la indagatoria. Se averiguó que a todos los afectados les quitaron, entre otras cosas de gran valor, libretas viejas u hojas en blanco.

Dos semanas después del crimen se reveló el nombre del responsable, un viudo de 35 años dedicado al vicio de beber alcohol. En la sucia casa del sujeto se encontraron bicicletas de niños y adultos, televisiones, hornos de microondas y hasta bolsas negras con ropa. Además, junto a la ventana había una mesa rectangular de madera sobre la que estaban libretas con apuntes y garabatos de niños. A un lado había lápices y plumas y borradores. Daba la impresión que el ladrón buscaba libretas para reusar las hojas.

Al sujeto se le buscó por todo el pueblo y se le encontró en el lugar que a nadie se le hubiese ocurrido que estaba oculto, el cementerio general. Dos patrullas llegaron para detenerlo y en la puerta del lugar el anciano que vigilaba les dijo que sí, que el chavo estaba dentro. Así acabó la carrera delictiva del sujeto y la gente volvió a respirar sin sobresaltos.

Por el testimonio del vigilante se supo que el ladrón era un decadente que visitaba todos los días la tumba de su esposa, a quien le traía rosas casi muertas y muchas cartas. De sus bolsillos sacaba hojas mal dobladas y las dejaba sobre la lápida mientras lágrimas caían de sus rostro deprimente y enfermo.

Durante las noches el anciano se acercaba a la tumba y por chismoso agarraba las hojas y leía lo que estaba escrito. Dijo que en las cartas el tipo suplicaba perdón a su esposa, a quien supuestamente le causó la muerte al contagiarla de la terrible enfermedad que azotó al mundo hace 15 años.

 

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