Maníacos empastillados

Por Sergio Aguilar

“MANIAC”, la nueva serie del servicio de streaming Netflix, es mucho más compleja de lo que aparenta. En ella, dos parias se inscriben en un programa de prueba de medicamentos revolucionarios a través de un ataque directo al inconsciente.

El primero de ellos es Owen, el hijo menor de una acaudalada familia que sufre de brotes psicóticos y paranoia. La segunda es Annie, quien vive con el trauma y las secuelas en su vida de un accidente de auto. Ambos deciden probar las pastillas A, B y C de Neberdine y Biotech, que aseguran resuelven las infelicidades del individuo ofreciendo felicidad plena.

Como es de esperarse (si no, no habría serie) el experimento falla por la contingencia de la máquina.

La introducción a las pastillas, y lo que supuestamente ofrecen, es un ataque directo al psicoanálisis, aquella práctica clínica y teórica que Sigmund Freud vislumbró justo al inicia el siglo pasado. En el video donde se explica el funcionamiento de los narcóticos, se dice que las drogas lograrán acabar con la necesidad de una terapia del habla. “Lo siento, Sigmund”, se burla el presentador.

Como se ha señalado por el psicoanálisis desde finales del siglo pasado, acercándose al primer centenario de su fundación y del aceleramiento de la psicofarmacobiología, las pastillas que ofrecen la solución a los problemas son una afrenta al individuo, que siempre es reducido a un cúmulo de procesos biológicos “naturales”. Si algo ha podido enseñar el psicoanálisis es que la humanidad es ese monstruo que habita más allá de la animalidad a la que, quizá, alguna vez perteneció, y esto es a causa del lenguaje.

Es por ello que hablar es el proceso más importante de la humanidad, porque es en el habla donde se revela el sujeto que sobrepasa lo que las pastillas no alcanzan a controlar. El ofrecimiento de ser el “último” tratamiento para acabar con todos los problemas es la prueba de que no es el último tratamiento ni acabará con todos los problemas. Me tocó ver una escena tristemente divertida en el metro de la Ciudad de México, una fría mañana: tres hombres jóvenes, en traje y mochila, dirigiéndose a su trabajo como oficinistas, leyendo diferentes libros de autoayuda que dicen tener “la clave del triunfo en una junta”, “cómo impresionar al jefe” o “los consejos de la gente exitosa”.

Hace unos meses, quien esto escribe estaba en un congreso académico en Illinois, E.U.A. En la universidad habían flyers de protesta, donde estaba escrito lo siguiente: “¿Qué sentirías si te secuestraran de tu casa, donde no estabas dañando a nadie, te drogan contra tu voluntad y amenazan con meter a la cárcel a ti y a tu familia si no pagas por el tratamiento?”. Se denunciaba el caso de un hombre indigente que, aparentemente, fue sacado de las calles por algún acto de violencia, metido a la fuerza en un hospital psiquiátrico (privado, of course), y a su familia se le estaba acosando para pagar la cuenta.

En un mundo cada vez más “pronto”, que ofrece soluciones para los problemas, pero en el que no es bien visto que alguien se pregunte por qué eso es un problema en primer lugar, donde nos encanta vivir empastillados, maníacos con ser funcionales sin preguntarse por la máquina más grande en la que habitamos, demuestra que sí somos funcionales. Los seres humanos de este siglo lo serán en tanto pierdan su individualidad caídos en el opio del pueblo de este siglo: las pastillas que nos adormezcan al problema del poder que nos vende esas mismas pastillas.

 

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