RATIO ESSENDI

Nada con exceso, todo con medida

Por Roberto A. Dorantes Sáenz

 

Esta frase lacónica cuánta verdad tiene y es tan poco valorada, todos la hemos escuchado, leído o visto en los productos que consumimos: “Nada con exceso, todo con medida”

No podemos andar en la vida señalando las cosas malas, porque aun de las cosas nocivas podemos sacar cosas buenas. Normalmente la frase “nada con exceso, todo con medida” es utilizada por los productos que dañan a nuestra salud, aunque el efecto que causa suele ser contrario a lo que dice.

Esta advertencia comercial nos indica que practiquemos la templanza, esta es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar para seguir la pasión de su corazón.

¿Quiénes son los primeros en hablar y practicar la templanza? Los precedentes para la doctrina sobre la templanza (sophrosyne, temperantia) se encuentran en la literatura griega antigua.

Sócrates, Platón y Aristóteles recogen esa tradición y le dan una formulación filosófica que sirve de base a los pensadores latinos posteriores (Cicerón, Séneca, Macrobio y Dionisio). El pensamiento de estos autores es la base sobre la que San Agustín, Santo Tomás y otros muchos teólogos elaboran la doctrina teológico-moral sobre la templanza.

Sin embargo, la fuente más importante –por su carácter revelado– es la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia.

La templanza es necesaria en nuestras vidas por las siguientes razones: modera el deseo y goce de lo que atrae al hombre con más fuerza y, por tanto, de lo más difícil y costoso de moderar. Tal es el caso de los deseos y placeres producidos por la satisfacción de los dos apetitos naturales más fuertes que el hombre posee: el apetito de comer y beber, y el apetito sexual, dirigidos a la conservación de la naturaleza, y que se refieren principalmente al sentido del tacto. La templanza modera e integra dichos apetitos a la luz de la recta razón.

La templanza no aparta de los placeres sin más, sino de aquellos placeres que se oponen a la razón y, por ello, a la auténtica inclinación natural del hombre y a su perfección como persona. La templanza no se opone a la verdadera inclinación humana, que incluye los placeres acordes con la razón. Si acaso se opone a la inclinación bestial, no sujeta a la razón, que es, por tanto, inhumana.

Imaginemos lo contrario de una persona que conoce y practica la templanza: suelen ser las personas que llevan una vida sedentaria, que no moderan el apetito, comen y beben en exceso; que dan rienda suelta a sus apetitos sexuales sin tener ninguna moderación ni control sobre ellos.

Por salud y beneficio propio debemos ser moderados en nuestros apetitos, la intemperancia destruye de una manera especial la capacidad de percibir los detalles concretos, tan necesaria para elegir prudentemente la acción que en cada circunstancia se debe realizar.

La obsesión de gozar, que tiene siempre ocupado al hombre intemperado, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento. “El abandono del alma, que se entrega desarmada al mundo sensible, paraliza y aniquila más tarde la capacidad de la persona en cuanto ente moral, que ya no es capaz de escuchar silencioso la llamada de la verdadera realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa en una determinada circunstancia”.

“Nada con exceso, todo con medida” nos indica que las personas templadas son personas libres emocional y racionalmente, pues el hombre moderado es el que es dueño de sí mismo. Aquél en el que las pasiones no consiguen la superioridad sobre la razón, sobre la voluntad y también sobre el corazón. ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si es así, nos damos cuenta fácilmente del valor fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza.

Ella es justamente indispensable para que el hombre “sea plenamente hombre. Basta mirar a alguno que, arrastrado por sus pasiones, se convierte en “víctima” de las mismas, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos con claridad que “ser hombre” significa respetar la dignidad propia, y por ello, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza. (Fuente: Tomás Trigo, profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra).

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.